LA BAILAORA LOLA MEDINA
Fue la reina absoluta e indiscutida de las zambras del Sacromonte durante un largo periodo de tiempo, las décadas 40 y 50 del siglo XX. Se llamaba Lola Medina, y sus bailes, su casta y su temperamento, todavía se recuerdan en las cuevas gitanas del Camino. Su encanto natural sugestionaba a todos y se extremaba cuando se dejaba prender en la pasión irresistible del ritmo, devorados su cuerpo y su espíritu por la misteriosa y remota fiebre del amor y de la música. En aquel Sacromonte, tan reciente, tan rico en dinastías del arte flamenco, Lola Medina, de baile sensual, trascendente, hondo y difícil, fue, en cierta manera “anfitriona oficial” del barrio pintoresco con todo huésped ilustre de la ciudad.
Los
Ayuntamientos de la época, solían agasajar a los invitados de relieve con
zambras en la cueva de Lola Medina. José María Pemán que acudió a alguna de
ellas, dejó un bello testimonio lírico del espectáculo que presenció, “entre
paredes hirientes de cal, en las que reverbera el cobre bruñido”. El escritor
gaditano comprendía el asombro y atracción de turistas y viajeros, ante el rito
pagano de aquellos bailes, animados con una pasión y un fuego primitivo
emocionantes.
Lola
Medina alcanzó la categoría de leyenda en vida. Creó un estilo propio lleno de
personalidad y sugestión, que parecía, cuando bailaba, hacer crepitar su carne
ardiente. Cándido G. Ortiz de Villajos lo describió certeramente: “Es el baile
dramático de las pasiones humanas al desnudo, de ritos oscuros, de costumbres
extrañas”. Yo tuve ocasión de admirar una de sus zambras, con una calificada
concurrencia, para mayor satisfacción: José María Pemán, Andrés Segovia,
Vicente Escudero, Pepe Tamayo, Francisco Rabal, figuras todas de un Corpus ya
lejano, invitadas por el Ayuntamiento a una fiesta en la cueva de Lola Medina.
Zambra “grande”, con todo el repertorio, “con sus músicas brujas —diría Camón
Aznar—, con frenesí de conjuros y de brazos en alto, con ruedas de volantes y
dionisíaco batir de tacones enardecidos”.
En aquel reino de luz y ritmo, entre el vaivén de las caderas de las bailaoras, entre los brincos, quiebros de cinturas y brazos morenos jugando con el aire, Lola se erguía, dominadora, desde las profundidades de su baile personal, ondulante, ritual.
Fue mujer de amores y pasiones muy comentadas. En una de las salas de su cueva -adornada con gusto notable y ambientada con lujo sus habitaciones privadas-, había un interesante retrato de Lola, con el traje típico y con la mano diestra acariciando una vasija verde vidriada. En aquella mano lucía una sortija con dos ricas perlas. Según se comentaba aquellas perlas habían sido propiedad de la reina Victoria Eugenia de España, quien obsequió con ellas, partiendo un collar para repartirlo como recuerdo entre sus damas, a una de sus fieles acompañantes hasta el exilio, a la llegada de la República. La historia de las perlas, la aristócrata que recibió el regalo regio y la de la propia Lola Medina, fueron un episodio novelesco en aquel Sacromonte de zambras inolvidables, entre las que descollaron también, entre otras, las de los Amayas y “la Faraona”.
BIBLIOFRAFIA.-
Juan Bustos: Laberinto de Imágenes
Escritora Nines Sánchez Pérez (Wordd.Press)
Prensa Local
NITO
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