viernes, 29 de diciembre de 2023

LA PIEDRA NEGRA. LEYENDA GRANADINA



I

Corría el año de 1690 a su término, y el intenso frío de Diciembre se dejaba sentir con toda la fuerza de su helado soplo. Una horrible tempestad se cernía entre las nubes opacas que la noche agrupaba, y el estampido de los truenos, en medio de la lobreguez del horizonte, hacían temblar de miedo á los honrados habitantes del Albaicín, en Granada. Sólo en una miserable casucha de la placeta del Almez, otro pensamiento que el temor a las iras del cielo preocupaba los ánimos. Vista por de fuera la vivienda a que nos referimos, sólo indicaba miseria y ruina; y aunque demostraba su origen árabe en alguna olvidada columna encajonada en sus muros, la incuria de los tiempos y el abandono de sus propietarios la hacían casi completamente inhabitable.

Sólo franqueando sus puertas un objeto podría llamar nuestra atención en un patio circular lleno de musgo y escombros, se descubría una losa negra de una dimensión extensa y de un brillo notable. En ella rebotaba la lluvia sin empañar su superficie; jamás el polvo reposaba en su tersura, y á ninguna clase de cuerpo extraño era permitido descansar sobre su negro mármol. Un poder sobrenatural se atribuía a la inanimada piedra, que, siempre brillante, todo lo rechazaba de sí. El vulgo se había acostumbrado a mirarla con terror, y si algún atrevido, creyendo que cubría un tesoro, había hecho por elevarla, los esfuerzos de multitud de hombres no lograron conseguir ni aun conmoverla en lo más pequeño. Su brillo pasaba por encanto, su pesantez por obra de la magia. En la época a que nos trasladamos, dos pobres mujeres habitaban solas la casa. Eran abuela y nieta, tejedoras de oficio, y a pesar de ello, miserables como la que más. Alrededor de unos carbones encendidos, con los que procuraban resguardarse del frio de la noche, las dos mujeres conversaban con la mayor viveza sin cuidarse de los relámpagos  que penetraban por las carcomidas ventanas. Bella como una rosa la joven, oía con la mayor atención a su compañera, cuyas arrugas denotaban su avanzada edad, mientras algunos rasgos de su fisonomía expresaban el vicio de la avaricia. — Entiéndelo bien, niña — decía ésta;  — esos ruidos tenebrosos que á cierta hora se escuchan van a ser el principio de nuestra felicidad. Solamente por ti quiero aventurarme e interrogar a esas almas del otro mundo, no hay duda que lo son, para que nos digan el sitio donde ocultan sus tesoros. Anhelo para ti las riquezas, con el fin de que en vez del burdo corpiño que ciñe tu talle, la seda y el oro te hagan parecer más hermosa que las nobles damas a quienes hoy causas compasión. — Pero, abuela mía — replicó la joven, —tengo miedo; ¿no veis qué noche tan triste? — Mejor para los espíritus; deja temores inoportunos, y recemos un rosario para cobrar fuerzas en nuestra empresa. La nieta obedeció, aunque entornando sus hechiceros ojos, y un gran rato pasaron ambas ocupadas no más que de su piadoso ejercicio.

— La anciana fue la primera que, abandonando las cuentas, se puso en pie. Había traído el viento las doce campanadas que el reloj de la Chancillería había lanzado al espacio. Aunque vieja, todavía estaba vigorosa. — Vamos—dijo a su nieta; — las doce acaban de sonar, y debemos ponernos en acecho. Aquélla siguió sus pasos. En un corredorcillo mezquino, la anciana hizo alto, pegó su rugosa cara contra un agujero octógono, desde donde se veía perfectamente el patio. La tormenta se había convertido en lluvia, y heladas gotas azotaban su rostro, que permanecía inmóvil. La nieta, asida a ella, temblaba como la hoja en el árbol, mientras que la vieja parecía querer penetrar el espacio con sus ojillos grises, que brillaban como ascuas. Pasó media hora en medio de un silencio profundo. Ambas redoblaron su atención y su miedo. Un ruido sordo conmovió los cimientos de la casa, y, poco a poco, bultos cubiertos con un hábito negro, llevando un cirio amarillo en la mano, fueron poblando el patio, que se aumentaba en proporciones.


 — Cuando, al parecer, estuvieron todos reunidos, una lucecita brilló sobre la piedra, y en ella encendieron los cirios, que ardían con una fuerza inaudita, a pesar del agua y del viento. Entonces formaron corro alrededor de la losa negra, y al son de un monótono canto se pusieron a bailar. Causaba espanto el ver aquellos bultos negros saltar fantásticamente, alumbrados por la amarilla llama de sus velas. Algunos minutos llevaban de este extraña ejercicio, cuando la piedra empezó a dar señales de movimiento. Al punto redoblaron su danza, y la losa entonces, alzándose lentamente en el aire, dejó un hueco de la altura de un hombre. Una escalera de nácar y plata se descubría: el humo de los más ricos perfumes de la Arabia formaba espirales en el patio, y una claridad deslumbrante contrastaba con lo oscuro de la noche. — ¡Cuántos tesoros debe haber encerrados en ese subterráneo…! —decía la abuela, temblando de emoción, a su nieta. — Escuchemos, madre mía, me muero de espanto — añadió la joven. Los bultos seguían su baile al son de la pausada  salmodia, y ya las amarillas hachas estaban consumidas basta la mitad. En el círculo que formaba la piedra, gruesas gotas de cera parecían dibujar en el suelo signos extraños. De pronto, una música dulcísima se oía acercarse por grados. Entonces la escalera de nácar dio paso a un joven riquísimamente ataviado, y que deslumbraba, al par que por su hermosura, por los infinitos brillantes de sus vestidos. Con una sonrisa correspondió al saludo de los enmascarados, que a su vista agitaron las hachas, aunque sin parar sus movimientos. A seguida el joven, internándose en la oscuridad, se perdió de vista. Fortuna fue para la niña, que curada de su espanto, había contemplado al del subterráneo más de lo regular. En cambio la abuela no quité ojo de su magnífica pedrería. Ya para las dos mujeres la escena tuvo un doble atractivo. Pasó una hora; los bultos parecían rendidos de cansancio; más si por algunos momentos se detenían, la piedra bajaba a colocarse en su puesto. Era preciso continuar. También de las hachas sólo quedaban por arder algunas pulgadas. A este punto apareció el mancebo. La tristeza que demostraba su rostro era imponderable. Colocose en la escalera, y a modo de despedida pronunció estas palabras con suave acento: —Gracias, súbditos míos: a vuestras fatigas debo estos momentos dé libertad. Alá os lo premie. La piedra cayó de golpe concluidas que fueron estas frases, y sólo quedó, para enseña de tan misteriosa escena, las gotas de cera amarilla que se desprendieron de las hachas. Las dos mujeres se retiraron entonces a su dormitorio; ni una palabra cambiaron entre sí ni una señal de cruz hicieron al ver los azulados relámpagos que penetraban por las rendijas. Su pensamiento estaba fijo en otros lugares, y absortas en su consecuencia, obraban maquinalmente. Por fin, al acostarse exclamaron casi a dúo: — Abuela, es preciso que yo entre en ese subterráneo. — Nieta, es forzoso que yo saque lo que hay en él.


II

En el patio que ya hemos descrito y a la misma hora de la siguiente noche en que transcurrieron los anteriores sucesos, se ven dos mujeres.

Son nuestras conocidas, que apresuradamente recogen la cera que desprendieran los hachones. La anciana ha calculado que, para penetrar en aquel misterioso recinto, será preciso hacer las mismas ceremonias que los encubiertos.  He aquí por qué prosiguen afanosamente en su tarea. Al cabo de un minucioso  trabajo, logran hacer una vela del largo de una vara. —Todo está corriente -dijo la niña.

— ¿Pero te atreverás a meterte en ese subterráneo, caso de que levante la piedra...? -Déjame a mí el sitio del peligro.

 - Nada de eso, abuela; tengo formada mi resolución. Cogeré la más principal alhaja. Y contentándome con ella, no me detendrá la codicia, como si entrarais vos.

 — La Virgen te guíe, fue lo único que repuso la anciana.

- Ésta encendió la vela y se puso lentamente a bailar alrededor de la piedra. Sea que la losa tuviese ganas de tomar el aire, o alguna otra casualidad maravillosa, el hecho es que a las pocas vueltas se elevó a regular altura.

— Ya es la hora, nieta; pero sal pronto, que no confió mucho en mis fuerzas.

— Descuidad  — respondió la niña pisando el nácar de la escalera.  Un cuarto de hora habla pasado, y los movimientos de la anciana eran cada vez más torpes. Sólo quedaba de la tea el cabo por arder. La inquietud de la extraña bailadora era sin límites.

 — Nieta mía—exclamó con voz ahogada—la piedra se baja, mis pies no pueden ya sostenerme, y el cirio abrasa mis dedos; sal pronto, hija amada.

— Aguardad un instante, el joven me cuenta su historia, y yo quiero oírla.

— Huye — volvió a repetir la anciana—apenas te queda un claro por donde escapar. Yo no puedo moverme, la vela se apaga. Ven, ven pronto.

 — Esperaos — decía la argentina voz de la muchacha. Os subo un cajón de rubíes y diamantes. También hay oro.

— Maldito sea — murmuró roncamente la vieja. —Déjalo todo, abandona lo más precioso, pero corre, que si no, vas a ser enterrada en vida.

 — Ya estoy en la escalera  — abuela mía, —pero no veo. ¡Qué horror! ¿Dónde está vuestra luz?

— Nieta, nieta, la piedra va a cubrir el agujero, mi brazo arde en lugar de la vela; pero sal pronto... pronto...

Un grito de espanto fue la única respuesta de la niña. La piedra negra acababa de ocupar su círculo, y la bella joven quedaba sepultada para siempre.


III

Tres días pasaron, y la ronda, a instancia de los vecinos, echó abajo la puerta de la casa. El miserable ajuar de las dos mujeres estaba intacto, y nada indicaba robo ni violencia. Sin embargo, las dueñas no parecían. En vano fue el escrupuloso registro que en todo hicieron. Sólo un alguacil, conocido por el Podenco, afirmó que el montón de cenizas que en el patio se hallaban, pertenecían, salvo el parecer del escribano, al cuerpo de la anciana, a quien él, siguiendo inveterada costumbre, tenía por hechicera. Este aserto dio lugar a que corchetes y vecinas exclamaran tan sólo: Pobre Rufina! que en resumidas cuentas éste era el nombre de pila de la nieta, y que nosotros decimos, aunque tarde, para conocimiento de nuestros lectores. Pero por más que los fallos de la justicia son inmutables, y ésta dio la casa por enteramente deshabitada, todos los días, a las doce de la noche, un quejido lastimero ponía en alarma a los desvelados del barrio. La voz que producía la queja era tan pura y al par tan penetrante, que todos sentían una mezcla de compasión y espanto, que tenía en continuo ejercicio a los dependientes de la Santa Inquisición. Pero ¡tristes de ellos!  Aunque la voz sonaba debajo de la piedra no podían dar con la causa. Eso se quedaba para mis lectores, los que, si hubieran vivido en aquella época, podrían contarme, para que yo lo hiciera a los demás, el cómo fueron los funerales que, por el alma en pena de aquella casa, se costearon por una devota en la iglesia de San Juan de los Reyes.


IV

Algunos meses hace, según me afirma el que ha salido garante de la verdad de este relato, que fue derribada la vivienda en que existía la negra losa, al presente convertido el sitio en inmundo cascajar. Este importante descubrimiento me ha hecho desistir de la idea que tenía de cargar con la piedra para echarla encima de los atrevidos que dijeren no ser verdad cuanto en las anteriores líneas se contiene.



FIN

 

BIBLIOGRAFÍA.-

Tomado de "Las noches del Albayzín": Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos (Madrid, 1885) de AFÁN DE RIBERA Y GONZÁLEZ DE ARÉVALO,