viernes, 29 de julio de 2022

EL CONJURO DE LA CALLE DEL AIRE

 Escribía Joaquín Romero Murube, articulista, poeta y amigo sevillano de García Lorca, que “una de las muestras de peor gusto  y de poco respeto  a sí misma que una ciudad puede dar es la variación  de los nombres de sus calles”.



Paseaba por Plaza Nueva una tórrida mañana de este verano insufrible, ajeno a todo menos a la imagen mental de un botijo rezumante de barro colorao, cuando un potente chorro de aire fresco  proveniente de una estrechísima calle me devolvió a la realidad: Calle Aire.


Enseguida recordé el conjuro de ciertas calles albaicineras que celebrara nuestro inolvidable cronista oficial de la ciudad Juan Bustos.  Granada,  -decía-  como el resto de las urbes españolas, no se libró de esta sentencia y fueron abundantes los cambios en la nomenclatura de sus vías por lo general más importante. Más, por fortuna, los nombres de las viejas calles de los viejos barrios, un delicioso poema inimitable, se salvaron del desaguisado.  Se conservaron  –y se conservan- infinidad de calles, callejuelas y placetas, con  nombres sugeridores de cosas familiares y poéticas, nombres poemáticos que nos dan una suave emoción de intimidad. Calles de Aceituneros, de Doña Rosita, Duende, Ánimas, Beso, Hornillo de  Vagos, Corazones, Jazmín de San Matías, Aljibe de la Lluvia,  Mano de Hierro,  Niños Luchando, Rueda Bolas, Alondra, Amapola, Albahaca, Capellanes, Botica…


En la Plaza Nueva nos llama, con su severa imagen de otros tiempos, la calle del Aire. Enríquez  de Jorquera le daba un nombre más bello: Chorrillo del Aire. Uno va peregrinando poco menos que sin rumbo hasta que, de pronto, se percata de la sobria grandiosidad de este escenario, poblado de viejos fantasmas.

A la izquierda, la fachada lateral de la Real Chancillería; a la derecha, la Capilla de San Juan de Dios de la Casa de los Pisas. Al fondo una casa importante del siglo XVI, en la cuesta de las Arremangadas. (En ella tenía su estudio el malogrado pintor granadino Julio Espadafor). Un paisaje urbano, en suma, que produce una sensación de ensueño que acaba en melancolía.


Al hecho universal de la fascinación que ejercen muchas ciudades sobre las personas, es decir, al conjunto de pequeñas y grandes cosas mezcladas bajo escala inefable y en dosis no clásicas, pero que aprisionan el ánimo, se le atribuye un origen poco menos que mágico. La magia de Granada no está solo en la historia reducida a gloria, piedra  y erudición de sus monumentos. Es la también en escenarios como éste, tan vigoroso en sus luces, en el que parece flotar un aire viejísimo.  El alma  antigua de la ciudad  –esa que, entre todos, vamos matando-  nos sale al paso en calles como ésta, inmovilizada en su edad de algunos siglos. La imaginamos sin dificultad en la Granada del XVII. Calle del Aire, calle donde el aire corre como un río, calle de achicamientos, transitada entonces por severos leguleyos y oscuros alguaciles de la Real Chancillería y por los cada vez más abundantes devotos del fundador de la Orden Hospitalaria.

El último secreto, la más fina esencia de la ciudad  –su melancolía, su carácter, su misterio-, se halla también en lugares así, milagrosamente escapados de tiempos muy lejanos. En ellos, entre denso silencio, se ha detenido la ineludible marcha de las horas.



Magnífica plumilla de Juan B. Olalla



NITO

 

BASADO EN:

 "Siete romances": de Joaquín Romero Murube

Granada, laberinto de imágenes y recuerdos: Juan Bustos