lunes, 15 de abril de 2013

LA CASA DE LA HORNACINA

Así, en este color tan albaicinero, la conocí yo

En la despoblada y solitaria plazuela de Conde, en el Albaicín, existe una única casa, de apariencia humilde, que adorna su vieja fachada con una gran hornacina, en la cual nunca faltan flores y luces en honor de la Santísima Trinidad.
Esta casa, que hasta no hace muchos años presentaba su fachada pintada al “fresco”, y en su interior conservaba valores artísticos que la avaricia de los cultos pillos convirtió en dinero, fue un antiguo y aristocrático palacete árabe. A raíz de la Reconquista, y al empezar a despoblarse el Albaicín, dicha casa fue comprada para retiro del viejo capitán D. Álvaro de Lope e Hinestrosa.
Este buen señor, carente de familia y achacoso de salud (gastada durante el cerco de la ciudad), hacía una vida misteriosa, pues jamás se le veía en la calle, a excepción de los domingos, que salía muy temprano a oír misa en la próxima parroquia de Santa Isabel de los Abades. Vivía completamente solo; una vieja dueña iba todas las mañanas, hacía el arreglo de la casa, y del mercado de Puerta Nueva le llevaba las viandas del consumo.
Así transcurrió el tiempo, hasta que cierto día llegó la dueña, y, en vista del silencio obtenido ante sus insistentes llamadas, dio aviso a la justicia, la cual se presentó provista de un cerrajero, y “abriendo la casa encontraron al capitán tendido en el lecho y sin vida…”
Fama tenía el difunto de riquezas, pero, como carecía de familia, la justicia se apoderó de la casa y, efectuado un minucioso registro sólo halló una pequeña cantidad, en monedas de oro, conservada en el fondo de un arcón.
Dióse cristiana sepultura al pobre capitán, la justicia quedó en posesión de los bienes, y los vecinos tuvieron para murmurar durante muchos días.

Titiriteros en la plaza del Conde, del pintor Isidoro Marín Garés.

Largo tiempo estuvo la casa cerrada, hasta terminar los trámites judiciales consentidores de la venta en pública subasta; pero he aquí, que entre los vecinos de San Luis empezó a cundir la noticia de que en la casa había miedo, declarando, personas de cierta seriedad, haber sentido ruido de cadenas y lúgubres lamentos, asegurando que, a altas horas de la noche, un fantasma salía por los huecos de la casa…
La Real Chancillería ofreció la casa de forma gratuita a fin de desterrar el pánico
Ante tal leyenda se hizo imposible la venta del inmueble, y los señores de la Real Chancillería ofrecieron la casa para habitarla gratuitamente, a fin de desterrar el pánico que se había apoderado de los moradores del Albaicín; pero, a pesar de tal ofrecimiento, nadie se presentaba.

Por aquellos días fue nombrado alguacil un tal Cosme Corchuelos, el cual había prestado grandes servicios a la justicia y se le tenía por hombre de extraordinario valor. Enterarse Corchuelos de la fantástica leyenda y presentarse a los oidores, todo fue uno.
“Yo -dijo- me encargo de deshacer tal patraña. Esta misma noche me quedaré en la casa; que ronden sus alrededores unos cuantos corchetes y que acudan en caso de yo necesitarlos. Ya veremos si existe el fantasma”.
Acabadas de dar las diez de la noche y ante la admiración de seis corchetes que quedaron de ronda en la plazuela, el valiente Corchuelos se introdujo en la casa. La noche transcurrió sin novedad y, en vista de que el sol doraba ya los altos miradores y el alguacil no daba señales de vida, la ronda decidió registrar la casa. Con la animación que da la luz del día, penetraron en el edificio, registrándolo todo, y, después de grandes esfuerzos, encontraron a Corchuelos, que estaba completamente oculto y a punto de asfixiarse entre las mantas del lecho.
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Momentos después, en el cuerpo de guardia de la casa de los Medallones, en la Plaza Larga, y tras de apurar un trago de aguardiente, Cosme explicó:
“Yo jamás he sido cobarde y he creído siempre que los trasgos y fantasmas son hijos de la fantasía de ruines y miedosos; pero, ¡por mi fe!, os juro que en esta ocasión creo en las almas en pena y en los aparecidos… El que dude de los que voy a decir, que se preste a la prueba. Cuando penetré en la casa, provisto de mi linterna, recorrí sus habitaciones y cerré cuidadosamente los pestillos de sus puertas; me introduje en la alcoba, cuyo balcón da vista a la placeta, y lo entreabrí para poder avisaros con prontitud; me tendí en la cama y esperé … El sueño se apoderó de mi; no sé cuánto dormí; lo que sí os puedo asegurar es que desperté sobresaltado; estaba completamente a oscuras; intenté incorporarme para asomarme al balcón, pero sin saber por qué, un miedo pavoroso se apoderó de mi y no tuve alientos para levantarme … Acababa de sentir un golpe seco en el corredor … Conteniendo hasta la respiración, oí, clara y distintamente, unos pasos que se acercaban, siguieron por la sala y los sentí perderse por la escalera … Un sudor frío inundó mi rostro, y, antes de dar tiempo a reponerme y llamar, volví a sentir los pasos subir por la escalera, haciéndola temblar, pasar el corredor y penetrar en la sala … No había duda de que era un ser invisible, puesto que no necesitó abrir para entrar; pero mi terror llegó al colmo cuando oí los pasos penetrar en la alcoba, y, al débil rayo de luna que entraba por la rendija del balcón, deslumbró mis ojos una figura blanca y transparente … Quise gritar y preguntarle quién era y qué quería; mas mi lengua enmudeció y creo que perdí el conocimiento, pues no recuerdo más hasta que llegasteis por mi …”.
Cuando terminó su relato el alguacil, gotas de sudor humedecían sus sienes y la palidez de la muerte se reflejaba en su semblante.
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Después del testimonio dado por Corchuelos, no quedó duda de que un gran misterio existía en la casa; y a tal extremo llegó este asunto, que, enterados los familiares del Santo Oficio, con la astucia que los caracterizaba, acordaron dar una batida en determinada noche y averiguar lo que de cierto hubiese.
La campana mayor de la Colegiata del Salvador tañó a las ánimas. Ante la fachada de una casona, en cuya hornacina se adivinaba la Faz de un Cristo, un farol agonizante apenas producía un punto de luz, balanceándose a impulsos del viento, que silbaba entre las viejas murallas de la Cadima. A este tiempo abrióse, silenciosa, la puerta de la casona, y entre las sombras fueron apareciendo hasta trece bultos negros, algunos de los cuales, y a impulsos del aire, dejaba asomar, entre los pliegues de la capa, una linterna… Tan fantástica comitiva cruzó la Plaza Larga, subió por la calle del Agua a la placeta de los Muñoces, torciendo hacia las Tres Estrellas e, internándose en el angosto callejón del Blanqueo Viejo, desembocó en la plazuela del Conde.
Detúvose el grupo un momento ante la deshabitada casa, y, a una señal convenida, acercáronse los trece hombres a la puerta y descubrieron las linternas para introducir la llave; pero cuál no sería el asombro de todos, al encontrarla abierta.
Algo de terror se apoderó de los esbirros, dudando todos sobre cuál había de entrar el primero; y con la muda comprensión de lo que no queremos demostrar, penetraron todos a un tiempo. Una vez en el patio y ocultas las linternas, aguardaron silenciosos, replegados en la sombra profunda del senador (sic). Más de dos horas transcurrieron sin que se oyera el menor ruido… A poco, el aire trajo hasta ellos las graves campanadas de San Salvador y los alocados repiques de las Tomasas. Eran las doce de la noche… El silencio, profundo…
Los corchetes contenían hasta la respiración, no sabemos si de miedo o por temor a que el fantasma se espantara… En vista de que el tiempo transcurría y dudando de la veracidad de la leyenda, uno de los bultos se acercó al que parecía ser el jefe, y le dijo: “Señor Corchuelos, yo creo que cuanto vos contasteis fue hijo de vuestro miedo o lo concebisteis bajo el influjo del vino… Al amanecer daréis cuenta de vuestras patrañas ante el Santo Tribunal…”
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El familiar que así hablaba, no pudo terminar; un ruido subterráneo se dejó oír, al par que una blanca silueta se dibujó en el hueco de una ignorada puerta al fondo de la galería… Imposible es describir la confusión que se formó. El primer intento de los corchetes fue huir, y hasta hubo alguno que, lleno de pavor, se lanzó a la calle, dando voces de “¡Favor, en nombre del Rey!”, escandalizando a los vecinos, quienes, en vez de acudir, se acurrucaron entre las ropas del lecho. Mientras tanto, otros, más animosos, avanzaron sobre el fantasma, que, hallándose sorprendido y no teniendo tiempo de huir, recibió la furiosa cometida de las espadas de los esbirros… Un grito de muerte resonó y el fantasma cayó sin vida al suelo.
El encantamiento de la casa quedó deshecho; descubierto el fantasma, resultó ser un pillo llamado Mascafierro, que tenía cuentas pendientes con la justicia, y antes de morir declaró que servía a cierto señor magistrado, prestándose a hacer el papel de fantasma mientras aquél sostenía pláticas amorosas con cierta linajuda dama que habitaba la finca colindante y por la cual comunicaba la secreta puerta de la galería del patio.
El Santo Tribunal echó tierra al asunto del magistrado y, para dar satisfacción al pueblo, quemó el cadáver de Mascafierro.
Tal fue el desenlace que dio al asunto, aquel Tribunal, cuyo fanatismo cubrió de humeantes restos humanos media Europa.
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Todavía, en los tiempos en que fue puesta la hornacina (Un mosaico policromado que sirve de remate a la ornamentación de la hornacina, dice: “Alabada sea la Stma. Trinidad.- Ave María Gratia Plena.- Casa núm. 4. Año 1778″), Granada era rica y poderosa. Sus tejidos y sus sedas eran estimados en todas partes, y el corazón era el Albaicín, ese viejo barrio, hundido hoy y entregado a gentes extrañas e incultas que siguen encizañándose en sus ruinas, sin saber que es la antigua jurisdicción que guarda “un poema sagrado por los siglos y las generaciones”.

En estos últimos años, antes de llegar a la completa transformación, en la Casa de la Hornacina hubo establecida una fábrica de sombreros para sacerdotes, cuando la industria principal de Granada era la de sombrerería, de la cual existían muchas fábricas, a cuyo amparo vivían infinidad de familias. El gremio de sombrereros fue, hasta hace pocos años, el más importante de la ciudad.
Tal es la verídica historia de la “Casa de la Hornacina”, única que existe en la antes populosa plazuela del Conde.

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Este artículo fue publicado originalmente en la revista “Granada Gráfica” y en “Chirimías” (boletín informativo de la asociación Granada Histórica y Cultural).

NITO