martes, 30 de enero de 2024

LOS PRECURSORES DE LA GENERACIÓN DE PINTORES GRANADINOS DEL XX

 

Fco. Soria Aedo

LOS PRECURSORES DE LA GENERACIÓN DE PINTORES GRANADINOS DEL XX

 “Granada ha ejercido siempre una fuerte atracción en los pintores. La ciudad se puso pronto de moda entre ellos, con su prodigioso laberinto de escenarios pintorescos y exóticos. Cada uno de aquellos artistas contribuyó a su manera a difundir su visión de una Granada original y colorista, melancólica y misteriosa”

Felipe Sassone



Aedo

Los años 20 del pasado siglo, fueron cruciales para muchas cosas, como después se ha sabido. Fueron los años de máximo esplendor de una generación artística de suma importancia en el panorama creador del siglo XX español y, también, los años de los primeros pasos de jóvenes pintores que pronto alcanzarían prestigio y estimación. La ciudad, su ambiente, sus escenarios, seguían siendo golosos para los pintores. “Época de pleno esplendor para Granada –escribió Mariano Antequera, que disfrutó de ella-, como meta ideal para los paisajistas, con su entonces intacta vega, sus bellísimas huertas, su Albaicín de palacios renacentistas, casitas humildes y cármenes paradisíacos y, sobre todo, su  Generalife, con sus panoramas, rincones y jardines dignos de las más nobles villas romanas".

Gabriel Morcillo

En aquella  Granada pintaron con entusiasmo y fortuna, artistas  granadinos de reconocidos méritos. Como Ismael González de la Serna, ido pronto a París, después de  acreditar el magisterio de su colorido; los hermanos Ramón y José Carazo; Francisco Soria Aedo, con su característica desenvoltura de maneras; Gabriel Morcillo, con sus cuadros de convencional orientalismo. También se iniciaba por entonces un jovencísimo Manuel Ángeles Ortiz, "cuya inquieta sensibilidad, siempre juvenil  -escribió Emilio Orozco-, le permitiría moverse al unísono de las cambiantes tendencias de la pintura europea". Era la bien llamada "generación del Centro Artístico". Él había recibido a un Manuel Ángeles, recién llegado y seducido por la pintura de Romero de Torres. En Granada se sacudiría dicha disciplina y empezaría a perfilarse el artista dispuesto a vivir la gran aventura de las artes plásticas de nuestro siglo.

Isidoro Marín

LOS MAESTROS

Con todo y con todos, las cumbres de la pintura granadina de aquel momento artístico tan importante, eran los dos José María: López Mezquita y Rodríguez Acosta. "Por los años 20 -escribe Cristina Viñes- el talento de López Mezquita y de Rodríguez Acosta ha sido reconocido oficialmente y premiado en numerosas exposiciones nacionales e internacionales". Eran firmas cotizadas las de estos dos artistas, relacionados en los mejores círculos culturales de España y del extranjero y ambos moviéndose, a niveles de galerías y mercados, a la misma altura de los grandes maestros de su generación, Sorolla, Zuloaga, Solana, Vázquez Díaz. Melchor Fernández Almagro nos dejó excelente retrato de los dos José María, cierta vez que estuvo con ellos en el Cortijo del Pino: "Rodríguez Acosta era muy alto, elegante, ya casi calvo; parecía altivo, por su gesto y su traza física, y se expresaba con absoluta sencillez y simpatía", López Mezquita, en cambio, "era más fornido, de cuello muy corto y mirada muy vivaz que parecía no detenerse un momento". En 1901, aún muy joven, dieciocho años, había ganado la Primera Medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes con un espléndido cuadro titulado "Cuerda de presos", cuadro que causó una auténtica conmoción en el panorama de la llamada "pintura social", a la que esta obra de López Mezquita estará siempre ligada.

Cuerda de presos (José Mª. López Mezquita)

Rodríguez Acosta obtendría idéntico galardón en la Exposición Nacional de 1908, presentando su obra "Gitanos del Sacromonte". Fueron distintas sus técnicas. También sus vidas. Cuando López Mezquita muere en Madrid, en 1954, se extingue una carrera artística internacional de lo más brillante, y tan extensa que resulta imposible seguir con pormenores.

Rodríguez Acosta

“López Mezquita fue considerado y aún mantiene tal consideración --insistía Marino Antequera-, como el mayor de los pintores granadinos contemporáneos". En el Museo de Arte Moderno de Madrid se conserva una de las más hermosas obras de López Mezquita: el retrato de la Infanta Isabel saliendo de los toros, en compañía de la condesa de Nájera. (La Infanta había sido protectora del pintor en sus años juveniles y él le guardaría siempre gratitud). Es uno de los mejores cuadros de la pintura española de este siglo.


López Mezquita

Circunstancias anímicas, de sensibilidad y, sin duda, de índole económica también -Rodríguez Acosta, por la fortuna de su casa no sentía más apremio para pintar que el de su propio gusto-, hicieron que la carrera artística de este otro José María no fuera tan regular, si bien, a su muerte, en 1941, dejaba una obra de calidad admirable generalmente reconocida. “Si no alcanzó la fama, ni la extraordinaria maestría de López Mezquita –subrayaba el crítico-, por su extraordinaria cultura artística y por la honradez de su estilo, puede considerársele como uno de los más grandes pintores granadinos de todos los tiempos”. La palabra “pintor” era poco para Ramón Pérez de Ayala, que escribía en Buenos Aires al conocer la muerte  en Granada de Rodríguez Acosta: Cuando digo “pintor”, me quedo corto. Era un hombre; en el sentido clásico; “soy hombre fuera de lo común, en una tierra tan fértil de hombres”.

Gabriel Morcillo

Hoy, tan lejos ya de los años en que ambos maestros resaltaron especialmente el nombre de Granada en el arte de la pintura, los recordamos como muy relevantes antecesores de los pintores de la aquella generación llamada a cerrar el siglo XX que ellos abrieron. Desde José Guerrero, ahora Juan Vida, Julio Juste, en plena madurez…



NITO

 

BIBLIOGRAFÍA.-

“GRANADA: Un siglo que se va” de Juan Bustos

GRANADA HOY: “El arte granadino del siglo XX, en su máximo esplendor

 

sábado, 6 de enero de 2024

CUENTO DE NAVIDAD: "LA ADORACIÓN DE LOS REYES"



LA ADORACIÓN DE LOS REYES: «¡Hemos encontrado al Salvador!»


La adoración de los Reyes

Mirad qué belleza de Cuento Navideño tomado de la obra de don Ramón María del Valle-Inclán "Jardín umbrío", en el que el autor deja volar su desbordante imaginación y exhibe un prodigioso dominio de los recursos expresivos del idioma. Estamos ante una prosa, primorosamente trabajada, en la que emplea un artificioso lenguaje poético que refleja todos los recursos pictóricos y musicales propios del Modernismo.

Vinde, vinde, Santos Reye

Vereil, a joya millor,

Un meniño

Como un brinquiño,

Tan bunitiño,

Qu’á o nacer nublou o sol.



Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila. Baltasar el Egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.




Y Baltasar dijo:

 -¡Es llegado el término de nuestra jornada!…

 Y Melchor dijo:

 -¡Adoremos al que nació Rey de Israel!...

 Y Gaspar dijo:

 -¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!...

 Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces.

 -¡Abrid!... ¡Abrid la puerta a nuestros señores!

 Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:

 -¡Cuidad de no despertar al Niño!

Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:

 -¡Pasad!

 


Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre una rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.

Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:

–Para adorarte venimos de Oriente.

Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:

-¡Hemos encontrado al Salvador!

Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:

-¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!

Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:

-¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!


Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneras hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las dos voces:

Camiñade Santos Reyes

​Por camiños desviados,

​Que pol’os camiños reas

​Herodes mandou soldados.



 NITO