miércoles, 26 de octubre de 2011

EL VELATORIO

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¡Juani. Las siete y media! ¡Levántate!
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Es otoño, debe ser porque, aparentemente, todo va muriéndose... El caso es que, una vez más, ha llegado Noviembre, parece como si el ciclo vital se fuese cerrando. A mí me da la impresión de que, alguien, desde lo alto de un campanario golpea con el badajo de la campana mi memoria. Otra vez... aquí está. Leo en el periódico eso de “Haloween” y ya es suficiente, la campana vuelve a sonar. Aún se me pone la carne de gallina... y todo a pesar de que esa palabreja me resulte antipática. No termino de entender cómo tradiciones de otros países recalan en el nuestro de esta forma tan facilona, y más todavía, ver cómo lo/as padres/madres compran a sus hijos de cuatro/cinco años trajes de esqueleto-calavera con tejido fosforito (que resalte bien en la oscuridad) en el Hipercor, no vaya a tener el niño un trauma en su cole por no ir adecuadamente vestido para día tan señalado. Pero, en fin, sirve para recordarme (in-adecuadamente) que estamos en el mes de los difuntos.
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Un día de Noviembre de 1.958...
La calle estaba mojada. Había llovido casi toda la noche y las ocho menos cuarto era noche cerrada (todavía no se había inventado el adelanto/atraso de la hora del reloj). Luz lúgubre de aquellas bombillas tristes de los faroles de esa Granada que no despertaba nunca. Yo sí. Mi padre me llamaba todas las mañanas, (¡Juani, las siete y media...!) bajaba las escaleras de tres en tres y cruzaba la calle Santa Paula como una centella penetrando en el convento del mismo nombre del que era monaguillo y personaje con la responsabilidad, nada más y nada menos, que de preparar y disponer todo para las ocho en punto en que las monjas tras la celosía del fondo de la iglesia se predisponían para oír la misa diaria que D. Francisco, el cura, celebraba.
-Ave María Purísima. ¡Bueno días madre!
-Buenos días Juanito. Toma la llave.
El torno giraba con un chirrido nada alegre, como si fuera el chillido de un gato al que despellejasen, y yo cogía la llave que era un autentico tempano de hielo.
¿Miedo a la oscuridad? -Sí, ¿A los muertos? -más., ¿A los fantasmas? -también. Pero allí estaba yo con mis ocho años abriendo puertas y luces a las tinieblas más imponentes e impenetrables del mundo. El silencio era sepulcral y sabía además que Noviembre era el mes de los muertos... me lo dijo el cura.



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A mediados del pasado mes de Septiembre murió un primo de un buen amigo. El Cementerio de San José está ahora muy bien dotado y estructurado para la normal despedida de los seres queridos, pero...todo tiene su “pero” en esta vida, en la anterior y en la que vendrá. Ahora a las doce de las noche, todo lo más a la una de la madrugada el personal asistente va desapareciendo, quedando solo el finado (que casi nunca puede irse) y los familiares más cercanos, llegando éstos incluso a cerrar el tanatorio con llave hasta la mañana, que vuelven ya descansados del ajetreo que conlleva un sepelio.
No obstante, durante el tiempo que estuve en el cementerio tuve tiempo suficiente para recordar <<Mi primer velatorio>>. La ocasión fue propicia y ocurrió como consecuencia del propio saludo a mi llegada al grupo de conocidos. ¿Qué tal?, ¿Cómo va la cosa...?, recibiendo por contestación de uno de ellos, con voz débil y las manos en los bolsillos: “Aquí, aburríos”.
Aquel inicio de conversación fue como otra campanada llamando a la puerta del intelecto, sustrayendo mi atención. Contesté inmediatamente: -¡Escuchadme! Voy a contaros lo que es un verdadero velatorio. De los que hoy, por desgracia, ya no se ven.
Los interlocutores, algo perplejos, mostraron una mueca de asentimiento (de toda forma no había otra cosa mejor que hacer...) y se dispusieron a escuchar:
<<Transcurría el verano de 1.958. Tenía yo...eso es, ocho años recién cumplidos. Era un niño como casi todos los niños, travieso, inquieto y no me gustaba el colegio. Mi mundo lo constituía la placeta donde nos podíamos juntar todas las tardes a jugar entre 25/30 niños/niñas y el convento de Santa Paula del que era personaje principal ya que era el que lo abría y lo cerraba. -¡Ah! Mi sueldo era de cuatro pesetas al mes.
En el primer piso de mi casa vivía Doña Dolores, señora de edad avanzada y que se encontraba sola pues había tenido solamente una hermana que murió ya hacía años. A Doña Dolores en el barrio todo el mundo le llamaba “La Tita Lola”. Delgada, alta, cabellos blancos recogidos en óptimo roete que combinaban perfectamente con su toquilla de color gris, lo que infundía en ella un aire de persona sabia y buena. Le gustaban mucho los niños y nosotros nos pasábamos largos ratos con ella atentos a las historias que contaba de aquella forma tan personal. Como agradecida por la compañía nos daba caramelos y regaliz que guardaba en el cajón de aquel imponente repostero color caoba. Otras tardes, cuando había comprado la hogaza de pan, nos la repartía con aceite y azúcar. No puedo olvidar para describirla, el arte que atesoraba haciendo “croché” con el que pasó la mayor parte de su solitaria vida; ni sus manos de largos dedos que sufrían cada invierno el azote de los sabañones y que con tanta paciencia resistía.
Pues bien, La Tita Lola que solía subir a mi casa (2º piso) a cascar con mi abuela mientras trabajaban el “croché” (perdón por lo de cascar, porque mi abuela padecía sordera total) no subió en dos días, lo que alarmó a mi familia y al resto del vecindario. Llamaron y llamaron a su puerta y nadie respondió. Escolástico, el lechero que traía la leche de Alfacar en una yegua un día sí y otro no, trató en vano abrir la puerta, lo que llevó al unánime acuerdo de llamar a la policía armada, que se presentó al rato con el cerrajero de rigor y éste abrió la puerta. Allí estaba La Tita Lola en su cama, muerta. Los chaveas nos colamos como pudimos entre los mayores y la pareja de guardias nos echó rápidamente.
Después todo pasó sin pérdida de tiempo alguno. La amortajaron, vinieron los “tíos” de la Funeraria Nuestra Señora de la Soledad y la subieron a mi casa. No sabía por qué, quizás por la amistad que le unía con mi abuela, el caso es que mis padres decidieron encargarse de todo.
La pusieron, como se pone a todo el mundo en este trance: En medio de la habitación de la entrada. La caja era de color nogal y tenía como un acolchado cubierto con una sábana blanca que denotaba comodidad. Aquello lo vi bien pues quería que estuviera lo más cómoda posible. Terminaba la decoración, cuatro candelabros y una mesita pequeña con una libreta grande donde la gente escribía cosas.
Aquella noche fue la primera vez en mi vida que yo toqué a un ser sin vida. Tuve miedo, pero fue más intensa la sensación de saber que se terminaba algo muy entrañable para mí.
A los niños pronto nos dieron de cenar para quitarnos del follón que crecía por momentos, pero yo... quise quedarme y resistir hasta que mis ocho años lo permitieran, sin hacerme notar hasta bien entrada la madrugada que mi padre me descubrió detrás del sillón de mi abuela, con los ojos ya enrojecidos por el sueño.
Aquello sí que fue un velatorio. La conversación de los mayores era amena, divertida y variada. Cada uno contaba algún caso ocurrido o que había escuchado por la radio. Lo hacían con tanta gracia que el siguiente no tenía más remedio que exagerar el suyo. Comentaron con sorna cómo Amalia, una solterona muy gorda que vivía en el numero 27, trataba de aprender a tocar la bandurria y no podía porque las tetas eran tan enormes que no llegaba con los brazos a aplicar la púa a las cuerdas de aquel instrumento.
Sebastián, vecino del entresuelo, contó seguidamente un chiste: Resulta que había fallecido un hombre, al parecer, juerguista por naturaleza, y cuando estaban velándolo llegaron los sepultureros y la esposa se puso a gritar: ¡no se lo lleven, por favor, no se lo lleven!- Señora tranquila, hemos venido para enterrar el muerto.
¡No, por favor, no se lo lleven!, gritaba más fuerte la mujer.
Pero señora, ha llegado la hora de llevarnos al muerto. ¡No se lo lleven, no se lo lleven!, seguía gritando.
Los sepultureros, ya cansados dijeron: bueno señora, ¿porqué no deja que nos llevemos al muerto?
Y ella respondió: -¡Es que... es la primera vez que duerme en la casa!
Entonces intervino mi “tío” Emilio, casi sin dar tiempo a que terminara el anterior, cogió un embudo de la cocina para dar un sonido radiofónico mas real y seguidamente contó con todo detalle el gol de Zara en los mundiales de Brasil de 1.950 en el estadio Maracaná. Partido que enfrentaba a España con Inglaterra:
...Tiene en este momento la pelota Gabri Alonso que regatea a Ramsey, avanza con ella, sigue avanzando, sortea a Dickinson y con pase largo llega el balón a Gainza... Gainza de cabeza centra, el esférico llega a Zarra y éste chuta y gol, goool, gooooool. Señoras y señores, Zarra acaba de marcar para España un gol maravilloso. En jugada de plena profundidad y rapidez iniciada en el defensa Alonso que ha sabido aguantar los dedos en el ojo del medio centro inglés Wrigh y el agarrón en los güevos del interior Mattheus, cosa que el Sr. Juez de la contienda, Sr. Galeoti de Italia, no ha querido o sabido ver. Pero bueno todo ha salido perfecto con este golazo de Zarra que el cancerbero Wiliams no ha podido atajar. -(Sentenciaba):  A los tres minutos de juego de la segunda parte España 1, Inglaterra 0.
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Era el momento de ir a la Gran Vía y comprar helado. No tardaron en volver pues fueron a “Los Valencianos” que estaban ubicados en la esquina izquierda de edificio del cine Olimpia. Una olla entera de helado de turrón ¡qué suspiros!, ¡Está como si fuera de “los Italianos!, ¡Este está más bueno...!. Cómo pude resistir, aun me lo pregunto.
El helado abrió el apetito a todo el mundo y mi madre preocupada sin saber qué hacer (en aquellos años la vida era bastante precaria para casi todo el mundo) no se lo pensó dos veces y como buena albaicinera (no tiraba nada), sacó del cajón del repostero unos “mantecaos” de la pasada navidad que de manera inconcebible, no le salieron buenos pues se pegaban en las encías. Estaban duros y algo rancios, pero no quedó ni uno.
La Tita Lola seguía allí,”en pleno óbito, inmóvil, como si estuviera muerta..., que lo estaba, pero no saltó de la caja por esas cosas de la vida o de la muerte que no están bien por “el qué dirán”, aunque yo creo, a tenor de lo que sigue, que debió estar a punto de “gritar” un “¡me cago en tooo...!”. Yo le habría aplaudido si hubiese ocurrido así y hubiese apostillado su grito con un “yo tambieeeen”.
Sabían mis padres que en su juventud Doña Dolores había sido madrina de la hija de una pariente suya. Había hablado alguna vez de su ahijada, pero lo que no se podía imaginar nadie fue que aquella noche se presentara en mi casa a esas horas. Como es normal se cortó de inmediato la tan animada tertulia. Casi sin respiro pasó a leer en un papel y enumerar los bienes (nadie supo cómo los conocía) que su madrina le dejaba en herencia. Se formó lo más grande. Mi corazón se movía ahora con otros “meneos”. Mi tía le echó en cara que nunca se había interesado por ella. La discusión siguió creciendo y temí lo peor pues aquella señora los tenía bien puestos (a mí me pareció que tenía hasta bigote). Los nubarrones de la discordia se habían instalado en aquella habitación, pero ahí estaba Florencio, el vecino del 2º izquierda con sus grandes bigotes blancos que, con voz profunda, propuso un trato... Todos, a regañadientes, le escucharon mientras él desmenuzaba un “mantecao” y lo iba introduciendo en la boca de su viejo gato de la “M” (nunca he sabido porqué se llaman así, pues en principio creí que era por el color: “Gato de Mierda”) que posaba acostado en su hombro como siempre.
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Por fin llegaron a un acuerdo y se repartieron hasta la escobilla del retrete. Eso sí, la ahijada se llevó todo lo que existía de valor. Escuché que la muy zorra se llevó las sabanas de hilo de la “Viuda de Tolrá” que había comprado a un viajante catalán. Mis padres se conformaron con un crucifijo de madera y un molinillo de café.
Como hubo consenso, la cosa se animó de nuevo y sacaron una botella de anís del mono que debía tener por lo menos siete navidades a juzgar por la etiqueta que no dejaba ver ni la cabeza ni los brazos del legendario primate. Luego hicieron tila pues hubo, como unos tres minutos de llanto, y al final café de pucherillo.
De pronto, cuando todo parecía estar en calma, mi padre cayó en la cuenta ¿Y la esquela? -vamos, rápido, quizás nos dé tiempo.
El periódico Ideal estaba muy cerca de mi casa, en la calle Compás de San Jerónimo, haciendo esquina con Gran Capitán. Entonces permanecía abierta una oficina por la noche, haciendo guardia, para las notas mortuorias.
-De acuerdo, vamos, pero eso debe costar unos cuartos. Alguien respondió “si es pequeña me parece que puede salir por unos veinte duros”.
-Bueno, pero tendremos que hacer hincapié en que “no se van a repartir esquelas”. Ya es demasiado tarde. (Estas esquelas se repartían a los allegados después del entierro y en ellas figuraba una foto del finado con la fecha de nacimiento y muerte, además de una oración para ser rezada por el alma del muerto. En realidad parecían recordatorios de primera comunión a no ser por el color que mostraba el ribete negro).
Dicho y hecho, la nota mortuoria salió en el periódico pero con su reseña “no se reparten esquelas”.
esquela de mujer
Y yo... sentí más que nunca no ser mayor como ellos para estar metido en aquel maravilloso trance final (quiero decir berenjenal).
Desde que mi padre me sacó de detrás del sillón de mi abuela hasta que volví a oír “¡Juani. Las siete y media. Levántate...! habían pasado unas tres horas. Creí que no podía ser verdad pero, como todos los días, fui una centella para ir y para volver del Convento de Santa Paula. En mi casa mi madre ya tenía preparado el desayuno. Tazón de leche y un trozo de bollo casero con aceite. Escuché a mi padre decir: tenemos que darnos prisa el coche fúnebre vendrá a las diez y la enterraran a las once. El hoyo debe estar ya abierto... Yo quedé en silencio mirando al bollo, pensando en que ya se la llevaban para siempre y comprendí por vez primera en mi vida eso de... “El muerto al hoyo y el vivo al bollo"
Miré el reloj, eran las dos menos cuarto. Uno de mis oyentes me dijo: -”T'has pasao, tío”. -Anda vamos a ver si está abierto el Café Fútbol y tomamos algo. Eché un vistazo a mi alrededor y pensé que era buena idea.
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El cementerio de San José está bien, como decía al principio, pero es... demasiado serio. Le falta algo. En “Los Asperones”, (así se llama el cementerio de Málaga) hay otra cosa. Quizás más mundana. Por ejemplo, existe un comercio dentro del recinto; así, puedes visitar la “boutique del finado”, con gran variedad de lápidas y flores de todos los colores y materias y también ánforas y recipientes de todas las formas y dibujos para la ceniza de aquellos que deciden el crematorio como último trance mundano para el traslado del alma hasta el más allá, un estanco (los que van a velar fuman como carreteros), creo que dos funerarias con cajas confeccionadas en diversas clases de madera, desde chopo hasta caoba y palo santo que valen un pastón y un Café-Bar (Ad hoc) //¡Qué bárbaro, aún me acuerdo del latín!//. Si, allí observé que tenían en la cafetería huesos de santo, brazos de gitano, orejones y en el bar callos, riñones al jerez o asadura de hígado. También había criadillas, pero no supe de qué eran. Para los niños tenían gusanitos de todos los calibres. En fin, lo normal en estos tiempos y en estos lugares. Bueno, en Granada, por contra el lugar tiene unas inmejorables vistas a Sierra Nevada y si no vas preparado en invierno puedes pedir que te hagan sitio... claro que bien pensado ¿para qué quieren las vistas los lugareños? -Eso digo yo... (Contestó el primer interlocutor).
Los demás se marcharon como habían venido, con esa cara de “malafollá” tan granaina, que no se sabe si ríen o penan o ambas cosas al mismo tiempo, pero a todos quedó claro el mensaje-discurso-cuento-embuste y, finalmente, mediando un hondo suspiro repitieron conmigo:

“LOS VELATORIOS YA NO SON COMO LOS DE ANTES”.

The end (que quiere decir: Sacabó en granaino)
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Juan Gómez. Noviembre 2011

P.S. - El Café Fútbol estaba abierto y de ese “algo” tomamos “bastante”. Amén.

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lunes, 17 de octubre de 2011

CHOTO AL AJILLO: PLATO PAGANO

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Siendo antaño el Albaicín un barrio que gozó de  merecida fama cabrera, resulta curioso que el choto, el  cabrito lechal, no fuera  propio de los guisos festivos-religiosos de la localidad. Como curioso y anecdótico resulta  el relato que nos hace  Mariano Cruz en su “Ritual de la Cocina Albaycinera” y que recoge estos fragmentos de nuestra historia aún cercana:
“ El santoral no promocionó este manjar, ni siquiera la tradición islámica. Es un plato raramente casero en el Barrio, aunque sí era “comida de trabajo”. La calle Larga de San Cristóbal fue sede del gremio de cabreros y de éstos surgieron las familias principales del Barrio (Antonio el Becerro, el Zota, Miguel Peña, Antonio el Candiles, los Picheles, el Puri, el Cojo Copas, los Carlos, el Cara Sucia, Torcuato, el Loro, el Colorao, los Vinagres, el Feo, la Niña del Cojo Copas, los Libares, Frasquito el Chede, el Cirilo, el Forasterico de Beas, etc.).

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El choto  se criaba en el Barrio y su consumo, entre los albaicineros, debía reunir condiciones muy especiales. Grupos de amigos, con frecuencia, decidían guisar , un choto, bien como final o principio de una fiesta, bien como comida de trabajo, por remate de una obra, por haber cerrado un trato, o como signo exterior del poder, o porque a uno se le calentaba la boca en el Cafetín de Plaza Larga.
Luego, bastaba comprar, por allí cerca, un buen choto de mes y medio que estuviera hecho (de quince días sólo es agua) y que no hubiera comido hierba, solo “mamao”.

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Como el macho se echaba para abril o mayo (cinco meses de gestación) en octubre o noviembre el choto estaba a punto. Aparte el consumo por las gentes del Barrio, se vendía en el peladero de la Pescadería y en los “cuartos de gallina” (puestos de “toda la vida” donde se vendía la caza (volatería), las gallinas, los conejos y el choto troceado). Los lugares usuales para el guiso y la adquisición de la arroba de vino, fueron el ventorrillo del Tío Miguel y la Venta de la Pastora. Hoy, con los coches, se encuentra uno los “grupos de trabajo” en la Fuente de la Teja, Prado Negro y el nacimiento del río de Beas. También se come de encargo en la Mosca del Puente de Mariano o en la Granja (nueva venta), junto al cruce de la carretera de Murcia con la calle Pagés. A La Granja, los jóvenes del Barrio la llaman La Malvinas porque estiman que doscientos metros es mucha distancia.
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La tradición sitúa el mejor guisado de choto en la Venta de la Pastora, donde las Peñuelas, en el camino viejo del Fargue. Aún se conserva el edificio, con su fachada de posada antigua, descanso que fue en de los traficantes del Levante cuando encontraban cerrada la puerta de Fajalauza. Su situación y vistas eran privilegiadas. El dueño tenía, a la entrada, haces de leña para animar la gran chimenea, a tres perillas el brazao. En su última etapa, a comienzos del siglo XIX, la Posada de las Peñuelas se convirtió en Venta de la Pastora, se mantuvo así hasta que, al disminuir el tránsito por la apertura de la carretera de Murcia y después de un robo en la venta, la Pastora se marchó y el edificio se transformó en casa de vecinos.
El choto en ajillo del que hablamos, que normalmente los hombres “se lo guisan y se lo comen”, requiere las siguientes operaciones que refiero textualmente, tal como me lo contó El Carlos, cabrero; trabajador, sin vicios, que únicamente se desahogaba en la Romería de Moclín voceando cuando lo del santo eso de ¡cabrón!:  -“Al choto, primeramente, se le ennuca con una navaja chotera, por debajo del cuello. Sin bregar da toda la sangre, que se recoge en un plato con una mijilla de sal. La sangre se fríe y ya tenemos la primera tapa. Luego se cuelga el animal de una pata, se le abre, y se le quitan los despojos (el cuajo se aparta para hacer queso); la asadura y el corazón se dejan en su sitio. Es aconsejable matarlo por la noche y que oree con la piel, porque si se mata y se desuella en el mismo instante la flor de la carne se va con la piel. Luego se desprende del bicho la asadura y el corazón y se trocean con las carne”.
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Comienza el guiso.
Hay que preparar la salsa de ajillo cabrero: se majan pimientos cornicabra que sean de Cogollos Vega (después de abrirlos y quitarles las semillas), algunos ajos crudos y otros fritos muy bien machacados, almendras fritas (que estén tostaillas), asadura negra y sangre, también fritas y majadas, miga de pan borracha en vino, una miaja de orégano (que sea de Capileira) y vino. Todo bien batido. La carne, con mucho aceite, y un poco de vino se pone al fuego y cuando esté “mareá”, antes que empiece a crujir, se le echan los piñones; después más vino y, cuando cruje, se le añade la salsa de ajillo cabrero y se deja hervir un tanto con la carne para que tome gusto y espese.
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Siempre hay algún delicao al que hay que conformar.

NITO
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lunes, 10 de octubre de 2011

LA FUENTE DE LOS GIGANTES


Segundo emplazamiento
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Para algunos granadinos (sobre todo para los más jóvenes), causará sorpresa quizás el saber que la fuente mostrada en la fotografía y que les resulta familiar, estuviera ubicada aquí, justo donde hoy luce hermosísima la novedosa “Fuente de las granadas”.
A ellos, principalmente, dedico esta entrada y este trozo de historia local, releyendo extasiado al cronista inigualable que fue Juan Bustos en su “Laberinto de imágenes y recuerdos:

Tercer emplazamiento
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La condenada prisa se llevó por delante para siempre el encanto de los amables y espaciosos Paseos de la ciudad. Alguien dijo que el viejo placer peripatético ha sido sustituido por la angustia de lo imprevisto y de la velocidad. Antes, durante casi un siglo, los granadinos bajaban a disfrutar de sus Paseos a ambas márgenes del Genil casi todas las tardes del año que el buen tiempo lo permitía.
Simplemente para encontrarse, para caminar descansadamente, no diciendo nada, conversando.
En los días soleados del invierno y al anochecer de los veranos, la burguesía en particular practicaba una costumbre de citarse en el Salón o en la Bomba, punto frecuentado por todos con asiduidad que hoy extrañaría. El venir a estos lugares poco menos que a diario, formaba parte de la rutina habitual de cientos de granadinos de la clase media acomodada.
Se acudía a estos paseos para reunirse con las amistades, para ver y ser vistos, para mirar y ser mirados. Una especie de foso social separaba el Salón y la Bomba del paseo de en frente, el del Violón, concurrido por la gente trabajadora, sin duda más a sus anchas lejos de la compostura almidonada de la otra sociedad. Para ello, no sin gracia y desgarro, el mismo pueblo llamaría al Violón en aquella época “el paseo de la Chancleta”. Bromas aparte, la verdad es que la estratificación social de la ciudad se dejaba sentir también en este tipo de preferencias.
¿El último emplazamiento…?
Pero vamos con la imagen que, en definitiva, dicta el comentario. La bella fotografía aquí elegida nos brinda la entrada al paseo del Salón, cuando lucía en este lugar una fuente que hoy vemos en la plaza de Bibarrambla, la llamada de “los Gigantones”. Gallego Burín en su “Guía” anota que la fuente es el siglo XVI y estuvo instalada primeramente en el convento de San Agustín. Desmontada de allí al ser demolido el edificio religioso con motivo de la exclaustración, la fuente inició su peregrinación urbana que, en siglo y medio, la tuvo inicialmente al comienzo del Paseo del Salón, dejando este sitio al monumento de la Reina Isabel la Católica y Colon (instalado en 1892) para ser llevada al paseo de la Bomba y, por fin, en 1940, trasladada a donde se encuentra ahora.
La foto de la cabecera está, pues, tomada sobre los finales del siglo XIX, cuando los paseos del Salón de la Bomba, empezaban a poblarse de hermosos y elegantes palacetes, rodeados de risueños jardines. Empresarios, médicos, abogados, y algunas familias de la nobleza y la alta burguesía, figuraron entre los primeros propietarios de la zona. Hoy, estos viejos, amables y serenos escenarios, han sido asesinados por el automóvil y el despiadado urbanismo, como diría Foxá.



NITO

sábado, 1 de octubre de 2011

LA TORRE DE LAS INFANTAS



La Torre de las Infantas es una Torre-palacio o Calahurra y se encuentra situada sobre la muralla septentrional de la Alhambra. Su construcción se debe a Muhammad VII (1392-1408) según descubrió Luis Seco de Lucena estudiando en las yeserías una inscripción dedicada a Abu biAbd Allah al-Mustaín Bi-llah y se hizo en 1393-94. Como todas las torres alhambreñas su nombre ha ido camando a través del tiempo, así en el siglo XVI se llamaba torre de Quintarnaya, por ser el personaje que la habitaba y el actual, de las Infantas, se debe a la famosa leyenda de las tres princesas Zaida, Zoraida y Zorajaida, uno de los Cuentos de la Alhambra de Washington Irwing. Este cuento narra la historia de estas tres princesas que se enamoran de tres caballeros cristianos prisioneros en la Alhambra con los que fraguan fugarse a tierras cristianas descolgándose por las ventanas que dan a la Cuesta de los Chinos y de aquí partir a caballo hacia Castilla, más una de ellas, llegado el momento se arrepiente, y cuando es descubierta la fuga, el Sultán la encierra de por vida en la Torre.


Es la última construcción de la dinastía nazarita y se observan ciertos cambios respecto de las otras contrucciones de la Alhambra, en las proporciones y en la decoración. Lo que más asombra de esta torre es el enorme contraste entre el exterior, un paramento liso interrumpido por los vanos de las ventanas geminadas cerradas antiguamente por celosías muy tupidas, que mas bien parece la casa de un labriego y que no nos permite sospechar la complejidad estructural volumétrica que a través de la distribución de espacios y la enorme riqueza decorativa de alicatados, yeserías y cubiertas que hay en su interior. Es el paradigma de los palacios musulmanes, el exterior es pobre, en contradicción de los palacios castellanos que hacen en el exterior ostentación de las riquezas de sus propietarios, cumpliendo así el consejo del Corán que dice: "..No hagas ostentación de tus riquezas".


Lo que caracteriza a esta torre es que en poco espacio se concentra una abrumadora decoración que reviste una enorme complejidad arquitectónica. Es un ejemplo de la gran habilidad de la arquitectura nazarí para lograr un máximo aprovechamiento de un espacio interior. Si la Torre de la Cautiva es la adaptación de un palacio completo, con su patio y pórtico incluidos, en la Torre de las Infantas es la adaptación de un salón real, nada y nada menos que la Sala de las Dos Hermanas cuya distribución repite como podemos ver en el sala-mirador que da a la Cuesta de los Chinos y al Generalife, copia del mirador de Daraxa en la sala de los Aljimeces.



La entrada como es característico en toda casa musulmana es un pasadizo en triple recodo con unas inscripciones que dicen:

"¡Que excelente es el Creador, el Fundador!
 Mi refugio es el Señor de todas las gentes,
el que me dirige hacia el bien!"  

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"Tú que entras, párate, por Dios, contempla
cuánto luce su beldad perfecta y rara
A tus ojos da suelta en mis encantos.
de madera de color nos mandan soplos
Más la gracia, dirán verdad, si buscas
está en los moradores, no en la casa"

(Traducción de Emilio García Gómez)


Sobre ella se alza una bovedilla de mocaraabes pintada figurando ladrillos rojos llagueados de blanco, decoración que puede verse también en otros espacios de la Alhambra como la Casa de las Pinturas, la Puerta de las Armas y la de la Justicia. En los extremos del pasadiso encontramos sendos bancos para la guardia y tras pasar el recodo vemos dos puertas a izquierda y derecha que dan acceso respectivamente a las habitaciones superiores y a un retrete.


Como es habitual en las casas árabes todas las dependencias están repartidas en torno al patio central que se prolonga por una gran linterna que terminaba en una bóveda de mocarabes que desgraciadamente se perdió en el siglo XIX por un rayo y que en la actualidad se ha sustituido por un artesonado moderno.


Podemos afirmar que esta torre es la arquitectura de lo etéreo, es una maravillosa mezcla de luz y de color en un espacio vital, es la arquitectura del vacio. Cuando te encuentras dentro de ella es como si a la vez estuvieses en el exterior porque estás en la muralla y a la vez en la medina y en las huertas del Generalife. Es la perfecta armonía de lo interior y lo exterior.


Antonio Montufo Gutiérrez