jueves, 22 de febrero de 2024

CENTENARIO DE LA MUERTE DE FRANCISCO DE PAULA VALLADAR

Francisco de Paula Valladar murió el 22 de febrero de 1924 ( justo hoy hace un siglo), la ciudad entera acudió a la conducción del cadáver, aunque el Ayuntamiento le denegó la pensión que solicitó su viuda Dolores Núñez. Es verdad que lo enterraron gratis, pero su tumba hoy presenta un aspecto que es mejor ni verla. Así es la vida en Granada. Unos cronistas con parque y otros aparcados. (Profesor D. José Luis Delgado)  

Don Francisco de Paula Valladar y Serrano, el erudito granadino que lo fue todo en la cultura de su tierra.

Dio a conocer la historia, el arte, las tradiciones y el teatro con su revista La Alhambra durante 27 años

Publicó decenas de libros de temática local; cronista de la ciudad y la provincia; primer director del Patronato de la Alhambra.

Nuestra "MURGA" ya le dedicó una semblanza en Febrero de 2012, cumplido con creces el siglo y medio de su nacimiento


Aquí yace el erudito granadino que lo fue todo en la cultura de su tierra.

Nota: Pinchando en el siguiente enlace se accede a la entrada mencionada.

 [ https://nito-lamurga.blogspot.com/2012/09/francisco-de-paula-el-cronista-de.html ] :


NITO

martes, 30 de enero de 2024

LOS PRECURSORES DE LA GENERACIÓN DE PINTORES GRANADINOS DEL XX

 

Fco. Soria Aedo

LOS PRECURSORES DE LA GENERACIÓN DE PINTORES GRANADINOS DEL XX

 “Granada ha ejercido siempre una fuerte atracción en los pintores. La ciudad se puso pronto de moda entre ellos, con su prodigioso laberinto de escenarios pintorescos y exóticos. Cada uno de aquellos artistas contribuyó a su manera a difundir su visión de una Granada original y colorista, melancólica y misteriosa”

Felipe Sassone



Aedo

Los años 20 del pasado siglo, fueron cruciales para muchas cosas, como después se ha sabido. Fueron los años de máximo esplendor de una generación artística de suma importancia en el panorama creador del siglo XX español y, también, los años de los primeros pasos de jóvenes pintores que pronto alcanzarían prestigio y estimación. La ciudad, su ambiente, sus escenarios, seguían siendo golosos para los pintores. “Época de pleno esplendor para Granada –escribió Mariano Antequera, que disfrutó de ella-, como meta ideal para los paisajistas, con su entonces intacta vega, sus bellísimas huertas, su Albaicín de palacios renacentistas, casitas humildes y cármenes paradisíacos y, sobre todo, su  Generalife, con sus panoramas, rincones y jardines dignos de las más nobles villas romanas".

Gabriel Morcillo

En aquella  Granada pintaron con entusiasmo y fortuna, artistas  granadinos de reconocidos méritos. Como Ismael González de la Serna, ido pronto a París, después de  acreditar el magisterio de su colorido; los hermanos Ramón y José Carazo; Francisco Soria Aedo, con su característica desenvoltura de maneras; Gabriel Morcillo, con sus cuadros de convencional orientalismo. También se iniciaba por entonces un jovencísimo Manuel Ángeles Ortiz, "cuya inquieta sensibilidad, siempre juvenil  -escribió Emilio Orozco-, le permitiría moverse al unísono de las cambiantes tendencias de la pintura europea". Era la bien llamada "generación del Centro Artístico". Él había recibido a un Manuel Ángeles, recién llegado y seducido por la pintura de Romero de Torres. En Granada se sacudiría dicha disciplina y empezaría a perfilarse el artista dispuesto a vivir la gran aventura de las artes plásticas de nuestro siglo.

Isidoro Marín

LOS MAESTROS

Con todo y con todos, las cumbres de la pintura granadina de aquel momento artístico tan importante, eran los dos José María: López Mezquita y Rodríguez Acosta. "Por los años 20 -escribe Cristina Viñes- el talento de López Mezquita y de Rodríguez Acosta ha sido reconocido oficialmente y premiado en numerosas exposiciones nacionales e internacionales". Eran firmas cotizadas las de estos dos artistas, relacionados en los mejores círculos culturales de España y del extranjero y ambos moviéndose, a niveles de galerías y mercados, a la misma altura de los grandes maestros de su generación, Sorolla, Zuloaga, Solana, Vázquez Díaz. Melchor Fernández Almagro nos dejó excelente retrato de los dos José María, cierta vez que estuvo con ellos en el Cortijo del Pino: "Rodríguez Acosta era muy alto, elegante, ya casi calvo; parecía altivo, por su gesto y su traza física, y se expresaba con absoluta sencillez y simpatía", López Mezquita, en cambio, "era más fornido, de cuello muy corto y mirada muy vivaz que parecía no detenerse un momento". En 1901, aún muy joven, dieciocho años, había ganado la Primera Medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes con un espléndido cuadro titulado "Cuerda de presos", cuadro que causó una auténtica conmoción en el panorama de la llamada "pintura social", a la que esta obra de López Mezquita estará siempre ligada.

Cuerda de presos (José Mª. López Mezquita)

Rodríguez Acosta obtendría idéntico galardón en la Exposición Nacional de 1908, presentando su obra "Gitanos del Sacromonte". Fueron distintas sus técnicas. También sus vidas. Cuando López Mezquita muere en Madrid, en 1954, se extingue una carrera artística internacional de lo más brillante, y tan extensa que resulta imposible seguir con pormenores.

Rodríguez Acosta

“López Mezquita fue considerado y aún mantiene tal consideración --insistía Marino Antequera-, como el mayor de los pintores granadinos contemporáneos". En el Museo de Arte Moderno de Madrid se conserva una de las más hermosas obras de López Mezquita: el retrato de la Infanta Isabel saliendo de los toros, en compañía de la condesa de Nájera. (La Infanta había sido protectora del pintor en sus años juveniles y él le guardaría siempre gratitud). Es uno de los mejores cuadros de la pintura española de este siglo.


López Mezquita

Circunstancias anímicas, de sensibilidad y, sin duda, de índole económica también -Rodríguez Acosta, por la fortuna de su casa no sentía más apremio para pintar que el de su propio gusto-, hicieron que la carrera artística de este otro José María no fuera tan regular, si bien, a su muerte, en 1941, dejaba una obra de calidad admirable generalmente reconocida. “Si no alcanzó la fama, ni la extraordinaria maestría de López Mezquita –subrayaba el crítico-, por su extraordinaria cultura artística y por la honradez de su estilo, puede considerársele como uno de los más grandes pintores granadinos de todos los tiempos”. La palabra “pintor” era poco para Ramón Pérez de Ayala, que escribía en Buenos Aires al conocer la muerte  en Granada de Rodríguez Acosta: Cuando digo “pintor”, me quedo corto. Era un hombre; en el sentido clásico; “soy hombre fuera de lo común, en una tierra tan fértil de hombres”.

Gabriel Morcillo

Hoy, tan lejos ya de los años en que ambos maestros resaltaron especialmente el nombre de Granada en el arte de la pintura, los recordamos como muy relevantes antecesores de los pintores de la aquella generación llamada a cerrar el siglo XX que ellos abrieron. Desde José Guerrero, ahora Juan Vida, Julio Juste, en plena madurez…



NITO

 

BIBLIOGRAFÍA.-

“GRANADA: Un siglo que se va” de Juan Bustos

GRANADA HOY: “El arte granadino del siglo XX, en su máximo esplendor

 

sábado, 6 de enero de 2024

CUENTO DE NAVIDAD: "LA ADORACIÓN DE LOS REYES"



LA ADORACIÓN DE LOS REYES: «¡Hemos encontrado al Salvador!»


La adoración de los Reyes

Mirad qué belleza de Cuento Navideño tomado de la obra de don Ramón María del Valle-Inclán "Jardín umbrío", en el que el autor deja volar su desbordante imaginación y exhibe un prodigioso dominio de los recursos expresivos del idioma. Estamos ante una prosa, primorosamente trabajada, en la que emplea un artificioso lenguaje poético que refleja todos los recursos pictóricos y musicales propios del Modernismo.

Vinde, vinde, Santos Reye

Vereil, a joya millor,

Un meniño

Como un brinquiño,

Tan bunitiño,

Qu’á o nacer nublou o sol.



Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila. Baltasar el Egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.




Y Baltasar dijo:

 -¡Es llegado el término de nuestra jornada!…

 Y Melchor dijo:

 -¡Adoremos al que nació Rey de Israel!...

 Y Gaspar dijo:

 -¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!...

 Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces.

 -¡Abrid!... ¡Abrid la puerta a nuestros señores!

 Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:

 -¡Cuidad de no despertar al Niño!

Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:

 -¡Pasad!

 


Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre una rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.

Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:

–Para adorarte venimos de Oriente.

Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:

-¡Hemos encontrado al Salvador!

Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:

-¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!

Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:

-¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!


Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneras hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las dos voces:

Camiñade Santos Reyes

​Por camiños desviados,

​Que pol’os camiños reas

​Herodes mandou soldados.



 NITO


 

viernes, 29 de diciembre de 2023

LA PIEDRA NEGRA. LEYENDA GRANADINA



I

Corría el año de 1690 a su término, y el intenso frío de Diciembre se dejaba sentir con toda la fuerza de su helado soplo. Una horrible tempestad se cernía entre las nubes opacas que la noche agrupaba, y el estampido de los truenos, en medio de la lobreguez del horizonte, hacían temblar de miedo á los honrados habitantes del Albaicín, en Granada. Sólo en una miserable casucha de la placeta del Almez, otro pensamiento que el temor a las iras del cielo preocupaba los ánimos. Vista por de fuera la vivienda a que nos referimos, sólo indicaba miseria y ruina; y aunque demostraba su origen árabe en alguna olvidada columna encajonada en sus muros, la incuria de los tiempos y el abandono de sus propietarios la hacían casi completamente inhabitable.

Sólo franqueando sus puertas un objeto podría llamar nuestra atención en un patio circular lleno de musgo y escombros, se descubría una losa negra de una dimensión extensa y de un brillo notable. En ella rebotaba la lluvia sin empañar su superficie; jamás el polvo reposaba en su tersura, y á ninguna clase de cuerpo extraño era permitido descansar sobre su negro mármol. Un poder sobrenatural se atribuía a la inanimada piedra, que, siempre brillante, todo lo rechazaba de sí. El vulgo se había acostumbrado a mirarla con terror, y si algún atrevido, creyendo que cubría un tesoro, había hecho por elevarla, los esfuerzos de multitud de hombres no lograron conseguir ni aun conmoverla en lo más pequeño. Su brillo pasaba por encanto, su pesantez por obra de la magia. En la época a que nos trasladamos, dos pobres mujeres habitaban solas la casa. Eran abuela y nieta, tejedoras de oficio, y a pesar de ello, miserables como la que más. Alrededor de unos carbones encendidos, con los que procuraban resguardarse del frio de la noche, las dos mujeres conversaban con la mayor viveza sin cuidarse de los relámpagos  que penetraban por las carcomidas ventanas. Bella como una rosa la joven, oía con la mayor atención a su compañera, cuyas arrugas denotaban su avanzada edad, mientras algunos rasgos de su fisonomía expresaban el vicio de la avaricia. — Entiéndelo bien, niña — decía ésta;  — esos ruidos tenebrosos que á cierta hora se escuchan van a ser el principio de nuestra felicidad. Solamente por ti quiero aventurarme e interrogar a esas almas del otro mundo, no hay duda que lo son, para que nos digan el sitio donde ocultan sus tesoros. Anhelo para ti las riquezas, con el fin de que en vez del burdo corpiño que ciñe tu talle, la seda y el oro te hagan parecer más hermosa que las nobles damas a quienes hoy causas compasión. — Pero, abuela mía — replicó la joven, —tengo miedo; ¿no veis qué noche tan triste? — Mejor para los espíritus; deja temores inoportunos, y recemos un rosario para cobrar fuerzas en nuestra empresa. La nieta obedeció, aunque entornando sus hechiceros ojos, y un gran rato pasaron ambas ocupadas no más que de su piadoso ejercicio.

— La anciana fue la primera que, abandonando las cuentas, se puso en pie. Había traído el viento las doce campanadas que el reloj de la Chancillería había lanzado al espacio. Aunque vieja, todavía estaba vigorosa. — Vamos—dijo a su nieta; — las doce acaban de sonar, y debemos ponernos en acecho. Aquélla siguió sus pasos. En un corredorcillo mezquino, la anciana hizo alto, pegó su rugosa cara contra un agujero octógono, desde donde se veía perfectamente el patio. La tormenta se había convertido en lluvia, y heladas gotas azotaban su rostro, que permanecía inmóvil. La nieta, asida a ella, temblaba como la hoja en el árbol, mientras que la vieja parecía querer penetrar el espacio con sus ojillos grises, que brillaban como ascuas. Pasó media hora en medio de un silencio profundo. Ambas redoblaron su atención y su miedo. Un ruido sordo conmovió los cimientos de la casa, y, poco a poco, bultos cubiertos con un hábito negro, llevando un cirio amarillo en la mano, fueron poblando el patio, que se aumentaba en proporciones.


 — Cuando, al parecer, estuvieron todos reunidos, una lucecita brilló sobre la piedra, y en ella encendieron los cirios, que ardían con una fuerza inaudita, a pesar del agua y del viento. Entonces formaron corro alrededor de la losa negra, y al son de un monótono canto se pusieron a bailar. Causaba espanto el ver aquellos bultos negros saltar fantásticamente, alumbrados por la amarilla llama de sus velas. Algunos minutos llevaban de este extraña ejercicio, cuando la piedra empezó a dar señales de movimiento. Al punto redoblaron su danza, y la losa entonces, alzándose lentamente en el aire, dejó un hueco de la altura de un hombre. Una escalera de nácar y plata se descubría: el humo de los más ricos perfumes de la Arabia formaba espirales en el patio, y una claridad deslumbrante contrastaba con lo oscuro de la noche. — ¡Cuántos tesoros debe haber encerrados en ese subterráneo…! —decía la abuela, temblando de emoción, a su nieta. — Escuchemos, madre mía, me muero de espanto — añadió la joven. Los bultos seguían su baile al son de la pausada  salmodia, y ya las amarillas hachas estaban consumidas basta la mitad. En el círculo que formaba la piedra, gruesas gotas de cera parecían dibujar en el suelo signos extraños. De pronto, una música dulcísima se oía acercarse por grados. Entonces la escalera de nácar dio paso a un joven riquísimamente ataviado, y que deslumbraba, al par que por su hermosura, por los infinitos brillantes de sus vestidos. Con una sonrisa correspondió al saludo de los enmascarados, que a su vista agitaron las hachas, aunque sin parar sus movimientos. A seguida el joven, internándose en la oscuridad, se perdió de vista. Fortuna fue para la niña, que curada de su espanto, había contemplado al del subterráneo más de lo regular. En cambio la abuela no quité ojo de su magnífica pedrería. Ya para las dos mujeres la escena tuvo un doble atractivo. Pasó una hora; los bultos parecían rendidos de cansancio; más si por algunos momentos se detenían, la piedra bajaba a colocarse en su puesto. Era preciso continuar. También de las hachas sólo quedaban por arder algunas pulgadas. A este punto apareció el mancebo. La tristeza que demostraba su rostro era imponderable. Colocose en la escalera, y a modo de despedida pronunció estas palabras con suave acento: —Gracias, súbditos míos: a vuestras fatigas debo estos momentos dé libertad. Alá os lo premie. La piedra cayó de golpe concluidas que fueron estas frases, y sólo quedó, para enseña de tan misteriosa escena, las gotas de cera amarilla que se desprendieron de las hachas. Las dos mujeres se retiraron entonces a su dormitorio; ni una palabra cambiaron entre sí ni una señal de cruz hicieron al ver los azulados relámpagos que penetraban por las rendijas. Su pensamiento estaba fijo en otros lugares, y absortas en su consecuencia, obraban maquinalmente. Por fin, al acostarse exclamaron casi a dúo: — Abuela, es preciso que yo entre en ese subterráneo. — Nieta, es forzoso que yo saque lo que hay en él.


II

En el patio que ya hemos descrito y a la misma hora de la siguiente noche en que transcurrieron los anteriores sucesos, se ven dos mujeres.

Son nuestras conocidas, que apresuradamente recogen la cera que desprendieran los hachones. La anciana ha calculado que, para penetrar en aquel misterioso recinto, será preciso hacer las mismas ceremonias que los encubiertos.  He aquí por qué prosiguen afanosamente en su tarea. Al cabo de un minucioso  trabajo, logran hacer una vela del largo de una vara. —Todo está corriente -dijo la niña.

— ¿Pero te atreverás a meterte en ese subterráneo, caso de que levante la piedra...? -Déjame a mí el sitio del peligro.

 - Nada de eso, abuela; tengo formada mi resolución. Cogeré la más principal alhaja. Y contentándome con ella, no me detendrá la codicia, como si entrarais vos.

 — La Virgen te guíe, fue lo único que repuso la anciana.

- Ésta encendió la vela y se puso lentamente a bailar alrededor de la piedra. Sea que la losa tuviese ganas de tomar el aire, o alguna otra casualidad maravillosa, el hecho es que a las pocas vueltas se elevó a regular altura.

— Ya es la hora, nieta; pero sal pronto, que no confió mucho en mis fuerzas.

— Descuidad  — respondió la niña pisando el nácar de la escalera.  Un cuarto de hora habla pasado, y los movimientos de la anciana eran cada vez más torpes. Sólo quedaba de la tea el cabo por arder. La inquietud de la extraña bailadora era sin límites.

 — Nieta mía—exclamó con voz ahogada—la piedra se baja, mis pies no pueden ya sostenerme, y el cirio abrasa mis dedos; sal pronto, hija amada.

— Aguardad un instante, el joven me cuenta su historia, y yo quiero oírla.

— Huye — volvió a repetir la anciana—apenas te queda un claro por donde escapar. Yo no puedo moverme, la vela se apaga. Ven, ven pronto.

 — Esperaos — decía la argentina voz de la muchacha. Os subo un cajón de rubíes y diamantes. También hay oro.

— Maldito sea — murmuró roncamente la vieja. —Déjalo todo, abandona lo más precioso, pero corre, que si no, vas a ser enterrada en vida.

 — Ya estoy en la escalera  — abuela mía, —pero no veo. ¡Qué horror! ¿Dónde está vuestra luz?

— Nieta, nieta, la piedra va a cubrir el agujero, mi brazo arde en lugar de la vela; pero sal pronto... pronto...

Un grito de espanto fue la única respuesta de la niña. La piedra negra acababa de ocupar su círculo, y la bella joven quedaba sepultada para siempre.


III

Tres días pasaron, y la ronda, a instancia de los vecinos, echó abajo la puerta de la casa. El miserable ajuar de las dos mujeres estaba intacto, y nada indicaba robo ni violencia. Sin embargo, las dueñas no parecían. En vano fue el escrupuloso registro que en todo hicieron. Sólo un alguacil, conocido por el Podenco, afirmó que el montón de cenizas que en el patio se hallaban, pertenecían, salvo el parecer del escribano, al cuerpo de la anciana, a quien él, siguiendo inveterada costumbre, tenía por hechicera. Este aserto dio lugar a que corchetes y vecinas exclamaran tan sólo: Pobre Rufina! que en resumidas cuentas éste era el nombre de pila de la nieta, y que nosotros decimos, aunque tarde, para conocimiento de nuestros lectores. Pero por más que los fallos de la justicia son inmutables, y ésta dio la casa por enteramente deshabitada, todos los días, a las doce de la noche, un quejido lastimero ponía en alarma a los desvelados del barrio. La voz que producía la queja era tan pura y al par tan penetrante, que todos sentían una mezcla de compasión y espanto, que tenía en continuo ejercicio a los dependientes de la Santa Inquisición. Pero ¡tristes de ellos!  Aunque la voz sonaba debajo de la piedra no podían dar con la causa. Eso se quedaba para mis lectores, los que, si hubieran vivido en aquella época, podrían contarme, para que yo lo hiciera a los demás, el cómo fueron los funerales que, por el alma en pena de aquella casa, se costearon por una devota en la iglesia de San Juan de los Reyes.


IV

Algunos meses hace, según me afirma el que ha salido garante de la verdad de este relato, que fue derribada la vivienda en que existía la negra losa, al presente convertido el sitio en inmundo cascajar. Este importante descubrimiento me ha hecho desistir de la idea que tenía de cargar con la piedra para echarla encima de los atrevidos que dijeren no ser verdad cuanto en las anteriores líneas se contiene.



FIN

 

BIBLIOGRAFÍA.-

Tomado de "Las noches del Albayzín": Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos (Madrid, 1885) de AFÁN DE RIBERA Y GONZÁLEZ DE ARÉVALO,

 


miércoles, 29 de noviembre de 2023

LA LEYENDA DEL CABALLO DE ALIATAR

"En un contexto como fue la guerra civil en la Granada nazarí,  se produce la llamada Leyenda del Caballo de Aliatar. Pero dadas las numerosas coincidencias históricas  -y entendiendo las normales exageraciones de un relato caballeresco como éste-  afirmamos que hay mucho de historia creíble en esta leyenda".

Hacia el 1482, en una tarde plomiza y lluviosa del mes de noviembre, los campos aparecían desiertos en todo lo que la vista podía alcanzar desde la propiedad del caballero don Pedro Manrique de Aguilar, el cual, desde la puerta de su señorial mansión, contemplaba el monótono caer de la lluvia. De pronto, el caballero quedó sorprendido al ver a lo lejos la figura de un hombre que avanzaba hacia él y que, cuando estuvo a su altura, le informó de que, mientras trabajaba en el campo, había visto llegar a un grupo de moros a caballo.

Don Pedro quedó sorprendido por la mala nueva, pues aunque las luchas entre moros y cristianos eran un mal endémico de la época, los combates habían ido menguando paulatinamente en los últimos tiempos y parecía existir una especie de tregua no apalabrada. El propio caballero era muy conocido entre los musulmanes por su bravura y, por este motivo le resultaba aún más extraño que se hubieran atrevido a incurrir en su desagrado realizando una incursión en sus propiedades.


Don Pedro, tras agradecer vivamente a su fiel colono el servicio prestado, decidió acercarse a inspeccionar los alrededores para comprobar lo sucedido. Podía ocurrir que los hombres avistados por aquel vasallo no fueran moros, sino bandidos disfrazados de tales para aprovechar el pavor que causaban los infieles entre los cristianos y facilitar sus correrías. El caballero tenía cuatro hijos ya mozos, tan fuertes y valerosos como él mismo, que, a la más leve indicación, le habrían acompañado. Sin embargo, prefirió ir sólo, así que montó a caballo y emprendió el camino hacia la parte de sus dominios donde había sido vista la partida árabe. Llegó a aquella zona de su propiedad bajo la pertinaz llovizna, pero ni vio a nadie ni percibió ningún ruido, por lo que pensó que los moros habrían decidido huir antes de correr el riesgo de enfrentarse con él. De pronto, sin saber de dónde habían surgido, se vio rodeado por un grupo de moros. Eran unos cuarenta jinetes escogidos entre los mejores, a cuyo mando se encontraba el alcalde de Loja, de nombre Aliatar, anciano ya por su edad, mas no por su fortaleza. Ambos hombres se conocían sobradamente, pues en los campos de batalla habían gozado de más de una ocasión para medir sus respectivos aceros.

Espada jineta de Aliatar

La rápida  aparición de los moros dejó indefenso a don Pedro incapaz de reaccionar. Sin embargo, aunque enemigos mortales, de raza y de religión, eran nobles y caballeros, por lo que no podían dejar de reconocerse mutuamente su bravura y su nobleza. Por ello se respetaban y admiraban.

- Te saludo, don Pedro.

 - Lo mismo digo, Aliatar

- ¿Por qué no han venido contigo tus cuatro hijos? ¿Dónde los has dejado?

- Están donde deben estar. No los he advertido de este suceso y por tal causa no me han acompañado. Ha sido decisión mía y su ausencia no es debida al miedo, si esto es lo que querías insinuar.

-No era esa mi intención, don Pedro, pues sé que tus hijos son bravos mozos. De casta les viene.

-He escogido acudir solo porque no me acababa de creer que tu audacia fuera tan grande como para llegar hasta aquí - contestó sin cierta dureza el caballero cristiano.

-Me habían alabado tanto tu maravillosa finca que no he podido resistir la curiosidad  -replicó con tranquilidad Aliatar-. Llevábamos doce horas de camino y la lluvia nos había dejado calados hasta los huesos. No te parecerá extraño que en estas circunstancias decidiera detenerme aquí en busca de cobijo para mí y para mis

hombres. Y por Alá que felicitó a  tus colonos por su idea de huir de nosotros y evitar la violencia. Sin embargo, sus fieles servidores habrían dado la alarma, como es su deber, y es muy posible que nos enfrentemos con las tropas del conde de Cabra. He decidido, pues, marchar hacia Carcabuey y es preciso que tú nos acompañes en calidad de rehén.

-Fija el precio para mí rescate que yo te prometo que si no es muy elevado lo tendrás en Loja dentro de dos días –contestó.

-Nunca he dudado de tu palabra de caballero, ni pienso dudar en estos momentos, pues estoy seguro de que cumplirás lo pactado  -explicó el moro-  pero no puedo aceptar, Don Pedro. Lo lamento por ti, pero no es el dinero lo que quiero, sino tu persona.

-Haz un canje con uno de los vuestros –propuso el cristiano.

-No tenéis en la actualidad ningún prisionero moro que valga lo que vales tú. Y lo siento de veras, don Pedro. Así que resígnate y síguenos con tu propio caballo.

Por orden de Aliatar los jinetes moros despojaron a Don Pedro de sus armas y las repartieron entre ellos antes de iniciar el camino. Como la situación de los agarenos era ciertamente comprometida al estar rodeados de territorio cristiano, Aliatar decidió marchar por el sitio menos frecuentado, es decir, por las asperezas de la extraviada senda de las Navas.

El paso se había convertido prácticamente en intransitable, debido a la lluvia que hacía que el suelo estuviera muy resbaladizo. Los jinetes debían pasar de uno en uno, con mucho cuidado para no resbalar y caer por los derrumbaderos que se extendían a ambos lado del camino. Las dificultados decidieron a los jinetes a descabalgar y llevar a sus caballos de las bridas. Don Pedro iba en el centro del grupo, justo por delante de Aliatar; ambos caminaban con tranquilidad, conversando, por lo que nadie hubiera podido suponer que uno de ellos era prisionero del otro.

La marcha se fue haciendo cada vez más penosa, hasta que la formación se deshizo y, en un momento dado, Aliatar y don Pedro se encontraron solos y aislados del resto. Pasaban por un lugar en cuyos bordes se veían espesas marañas y jarales, lo que animó al caballero cristiano a intentar la huida. Sin pensarlo, dio un fuerte empujón al alcaide moro y lo arrojó por el terraplén; el cristiano se arrojó detrás de él, sujetándole con fuerza y cubriéndole la boca con una de sus manos para que no emitiera ningún sonido. Una vez hecho esto, le obligó a esconderse con él en la parte más espesa de los jarales. La audacia del cristiano, más que encolerizar a su enemigo, provocó la admiración de Aliatar,

-Si haces el menos movimiento eres hombre muerto -le amenazó don Pedro al alcalde moro, al tiempo que apoyaba la acerada gumía del moro en su pecho. -No tengo otro remedio que  amenazarte de este modo, pues si los tuyos se dieran cuenta vendrían a buscarnos.

-Te doy mi palabra, Manrique de Aguilar, que no haré nada para llamar la atención de mi guardia. No hace falta que me amenaces.

Don Pedro bajo la gumía, pues se fiaba totalmente de la palabra de su prisionero, cuya caballerosidad se conocía en toda España. Al mismo tiempo, los jinetes árabes se  apercibieron de que ni su jefe ni el prisionero estaban ya con ellos y empezaron a buscarlos. Fueron momentos angustiosos para el cristiano, quien temía ser descubierto. Hubo un momento en que incluso lo creyó todo perdido, pues un par de jinetes musulmanes se detuvieron muy cerca de su escondite, tan cerca que casi podía tocarlos con las manos. Mientras, el alcalde, fiel a su palabra, no emitió ningún sonido.


El rumor de un nutrido escuadrón de jinetes cristianos que llegaban desde el lado contrario hizo huir a los caballeros moros. El grupo iba mandado por el conde de Cabra que, avisado por los colonos, había logrado sorprender a la partida de Aliatar. Su sorpresa fue aún mayor cuando vio salir de entre los jarales a
Don Pedro y a su noble prisionero. Don Pedro le explico lo ocurrido al conde de Cabra, Don Diego Fernández de Córdoba, quien le dijo:

En realidad, Aliatar es mi prisionero, aunque también sea vuestro. Si no llego a acudir los moros os habrían encontrado. Más no deseo vuestra gratitud, don Pedro. Ya tendréis ocasión de corresponder en el futuro. Si os he  invocado mi derecho al prisionero, no es por quitaros el mérito a vos, sino porque tenía ganas de encontrarme con el alcalde de Loja.

 -Es vedad cuanto dice el conde - reconoció el moro -. En Alora me hirió con su lanza y estuve a punto de caer en sus manos, pero logré escapar gracias a mi caballo. Miradle: su piel es atigrada, pero puedo aseguraros que es más valiente y fuerte que un tigre. Comprendo al muy noble conde que desee hacerme su prisionero  -el viejo Aliatar acariciaba conmovido a su noble y precioso bruto pues había temido perderlo durante la refriega. Ahora, se lo acababan de entregar de nuevo y el caudillo agareno estaba visiblemente enternecido-. Aunque esta vez, mi querido Leal, no podrás salvarme, - dijo a su caballo, igual que si pudiera entenderle.

La escena era conmovedora. El alcalde de Loja, encanecido por largos años de lucha, acariciaba a su caballo y le hablaba igual que al amigo más fiel. Eso movió a la compasión y la generosidad de los dos caballeros cristianos.

 - ¡Eres libre, Aliatar! - exclamo, de pronto, don Pedro Manrique de Aguilar.

 - ¡Si, eres libre! -le secundó el Conde de Cabra.

EI moro no podía dar crédito a aquellas generosas palabras y, cuando sus expresiones de gratitud hubieron terminado, les dirigió estas palabras:

- Ahora veo que es inútil seguir luchando contra vosotros. Sois bue-nos y generosos y  reconozco vuestra superioridad. De vosotros será la victoria definitiva. El dominio árabe en España tiene las horas contadas.

La lluvia, que continuaba cayendo, había dejado los caminos intransitables, por lo que el caudillo moro tuvo que aceptar la hospitalidad que, para pasar la noche, le ofrecían los caballeros cristianos. Sin embargo, cuando estaban llegando a la ciudad, descubrieron que el río se había desbordado. Tanto habían crecido las aguas que no se distinguía por parte alguna paso vadeable. El grupo se detuvo contrariado, pero Aliatar se adelantó hacía el conde de Cabra y se ofreció para abrir el camino con su caballo Leal. El conde dio su permiso y todos pudieron ver, asombrados, como Aliatar espoleaba a su corcel que, sin dudarlo, atravesaba la inmensa avenida de la corriente con la misma seguridad que si pisara sobre el firme pavimento de un camino real Todos consiguieron atravesar por donde había señalado Aliatar, un paso que todavía hoy se conoce como "el Vado del Moro".


Tras pasar la noche, Aliatar emprendió el camino hacia Loja. Los dos caballeros cristianos le acompañaron varias leguas. El caudillo moro llevaba consigo valiosos obsequios y no cesaba de alabar a los cristianos.

- Me habéis vencido y, aunque ahora soy libre, es como si estuviera maniatado.

- ¿Por qué, Aliatar?

- Me hallo maniatado para siempre porque jamás podré luchar contra vosotros. Vuestra hidalguía y generosidad me han desarmado.

- No hemos hecho otra cosa que ser dignos de ti. Eres uno de Ios más nobles de tu raza.

-Os doy mi palabra de caballero que jamás mis soldados volverán a invadir vuestras tierras –afirmó el moro quien descendió de su caballo Leal, lo tomó de las riendas y lo entregó a Don Pedro Manrique de Aguilar. -¡Toma! ¡Es tuyo! En recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

-Yo te ofrezco a cambio mil alazán –repuso el cristiano- y también en recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

- Que Alá os guarde  -exclamó  Aliatar antes de lanzarse velozmente por el camino a galope tendido.

Yo te ofrezco  a cambio mi alazán –repuso el cristiano- y también en recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

-Que Alá te guarde –exclamó Aliatar antes  de lanzarse velozmente por el camino a galope tendido.

Leal permaneció inmóvil, siguiendo con la mirada a su amo que se alejaba para siempre. Su nuevo amo, Don Pedro, quiso acariciarlo  como lo hacía el moro, pero todo fue en vano. Bien merecía el nombre de Leal, pues según la tradición, a los pocos días, el vigoroso corcel murió de pena.


NITO


BIBLIOGRAFÍA

-Adaptación tomada de Luciano García del Real:  HISPANIA INCÓGNITA.

-LAS LEYENDAS: España desconocida .- Volumen II