Paseaba
por Plaza Nueva una tórrida mañana de este verano insufrible, ajeno a todo
menos a la imagen mental de un botijo rezumante de barro colorao, cuando un potente chorro
de aire fresco proveniente de una
estrechísima calle me devolvió a la realidad: Calle Aire.
Enseguida recordé el conjuro de ciertas calles albaicineras que celebrara nuestro inolvidable cronista oficial de la ciudad Juan Bustos. Granada, -decía- como el resto de las urbes españolas, no se libró de esta sentencia y fueron abundantes los cambios en la nomenclatura de sus vías por lo general más importante. Más, por fortuna, los nombres de las viejas calles de los viejos barrios, un delicioso poema inimitable, se salvaron del desaguisado. Se conservaron –y se conservan- infinidad de calles, callejuelas y placetas, con nombres sugeridores de cosas familiares y poéticas, nombres poemáticos que nos dan una suave emoción de intimidad. Calles de Aceituneros, de Doña Rosita, Duende, Ánimas, Beso, Hornillo de Vagos, Corazones, Jazmín de San Matías, Aljibe de la Lluvia, Mano de Hierro, Niños Luchando, Rueda Bolas, Alondra, Amapola, Albahaca, Capellanes, Botica…
En
la Plaza Nueva nos llama, con su severa imagen de otros tiempos, la calle del Aire.
Enríquez de Jorquera le daba un nombre
más bello: Chorrillo del Aire. Uno va peregrinando poco menos que sin rumbo
hasta que, de pronto, se percata de la sobria grandiosidad de este escenario,
poblado de viejos fantasmas.
A la
izquierda, la fachada lateral de la Real Chancillería; a la derecha, la Capilla
de San Juan de Dios de la Casa de los Pisas. Al fondo una casa importante del
siglo XVI, en la cuesta de las Arremangadas. (En ella tenía su estudio el malogrado
pintor granadino Julio Espadafor). Un paisaje urbano, en suma, que produce una
sensación de ensueño que acaba en melancolía.
Al hecho
universal de la fascinación que ejercen muchas ciudades sobre las personas, es
decir, al conjunto de pequeñas y grandes cosas mezcladas bajo escala inefable y
en dosis no clásicas, pero que aprisionan el ánimo, se le atribuye un origen
poco menos que mágico. La magia de Granada no está solo en la historia reducida
a gloria, piedra y erudición de sus
monumentos. Es la también en escenarios como éste, tan vigoroso en sus luces, en
el que parece flotar un aire viejísimo. El alma antigua de la ciudad –esa que, entre todos, vamos matando- nos sale al paso en calles como ésta,
inmovilizada en su edad de algunos siglos. La imaginamos sin dificultad en la
Granada del XVII. Calle del Aire, calle donde el aire corre como un río, calle
de achicamientos, transitada entonces por severos leguleyos y oscuros alguaciles
de la Real Chancillería y por los cada vez más abundantes devotos del fundador
de la Orden Hospitalaria.
El último secreto, la más fina esencia de la ciudad –su melancolía, su carácter, su misterio-, se halla también en lugares así, milagrosamente escapados de tiempos muy lejanos. En ellos, entre denso silencio, se ha detenido la ineludible marcha de las horas.
NITO
BASADO EN:
"Siete romances": de Joaquín Romero Murube
Granada, laberinto de
imágenes y recuerdos: Juan Bustos
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