martes, 31 de marzo de 2015

LA LEYENDA DEL CRISTO DEL SILENCIO



Una de las procesiones  que más me impactó, cuando presencié por primera vez la Semana Santa granadina, fue la  del Cristo de la Misericordia o del Silencio. Este magnífico paso sale en la madrugada del Jueves Santo con un austero cortejo por la Carrera del Darro.
El alumbrado público y privado se apaga al paso de la Cofradía con objeto de resaltar aún más la belleza del Crucificado al que ilumina un leve foco y sus cuatro hachones a su paso por las calles en un silencio sobrecogedor, acompasado tan sólo de un solitario y lúgubre tambor con la caja destemplada.


Cuenta la leyenda…
Esta antigua leyenda  (que yo ya había escuchado de mis mayores y leído muchas veces y en varias versiones),  está basada en el libro de José Manuel Fernández Martín “Las leyendas de Nuestros Pueblos”.
Era una noche oscura sin luna, las horas habían pasado sin darse cuenta y las calles estaban desiertas. Era así como a él le gustaba pasear por Granada cuando buscaba inspiración. De Plaza Nueva al paseo de los Tristes y allí por la Cuesta del Chapíz, a su casa en el “Carmen de los Mascarones” en el Albaicín.
José de Mora llevaba varias semanas dándole vueltas a la cabeza y el paseo nocturno siempre le había ayudado a encontrar la inspiración, pero en esta ocasión el encargo de los clérigos regulares menores de san Francisco Caracciolo, una imagen del Cristo crucificado para su nueva capilla hecha tras la renovación de la iglesia, se le estaba haciendo duro de imaginar.

En los días anteriores el genial artista había dibujado montones de bocetos para la escultura, pero ninguno le satisfacía. José de Mora era uno de los mejores imagineros de Granada y este encargo debía convertirse en  su obra maestra  y así poder expresar su gran devoción. La dificultad de expresar en la talla el sufrimiento de la pasión de Jesús y la agónica muerte le tenía absorbido y los dibujos que hasta entonces había realizado, no llegaban a reproducir con fidelidad las líneas y trazos que emanaban de su mente.
Con su paso tranquilo y sosegado José de Mora se encaminaba por la ribera del río Darro con dirección a la Cuesta del Chapiz, cuando una mirada despistada al río le dejó helado: Un bulto negro iba rodando entre las aguas  a merced de la corriente turbulenta hasta quedar encajado entre dos grandes peñascos del río.


José de Mora se arrojó al río pues reconoció, en el último instante, que el bulto era una persona y que podría necesitar ayuda.
Luchando contra la fuerte corriente y calándose hasta los huesos en aquellas gélidas aguas, pudo rescatar  el cadáver de un hombre de unos treinta años, muerto al parecer ahogado.
No vio alrededor a nadie a quien pedir ayuda pero, al observar con más detenimiento el rostro del cadáver, pudo ver  en su cara la penosa y dura agonía que tuvo que padecer  el ahogado al perder su vida. José de Mora vio en un instante lo que con tanta obstinación le habían negado las Musas. La inspiración artística  del imaginero se iluminó: Tenía ante sí lo que andaba buscando y sin pensárselo dos veces, cargó con el muerto   cuesta arriba hacia su estudio.
Pero la Cuesta del Chapiz, amén de larga, es una señora cuesta que si para cualquier persona es fatigosa, imaginen lo que sería con semejante “tara” a cuestas y con el miedo a ser sorprendido.
Tenía el maestro unos brazos robustos y fuertes hechos a manejar a diario grandes volúmenes de recia madera tallando a base de golpes de mazo, formón  y gubia, pero aún así, tuvo que pararse varias veces a recuperar el resuello. Al llegar al cruce con el Camino del Monte y en  una de esas obligadas “estaciones”, fue sorprendido por un conocido de las Cuevas del Sacromonte, que iba “destilando” etílico más de la cuenta.
-Buenas noches, maestro Mora…
-Buenas noches, vecino. –Contestó el maestro.
- Vaya “cebollón” lleva ese que cargas a cuestas, ¡hip! -¡Ende luego hay gente que no sabe mear lo que bebe, cohones…! ¡Espera, te echo una mano…!  -Mientras se dirigía hacia él dando tumbos.
-No hace falta, vecino. Sigue tu camino. A este lo dejo dos casas más arriba. ¡Gracias!
Sacando fuerzas de flaqueza, Mora apretó el paso temiendo otro encuentro impertinente, llegó  por fin a su casa dejando el cadáver en el taller.
Todo el resto de la noche lo pasó tomando apuntes y bocetos con el cadáver desnudo y a la sola  luz de las velas, buscando rasgos y volúmenes.
Cuando consideró que su inspiración quedaba plasmada para ejecutar su obra maestra, dio parte a las autoridades de su hallazgo, no sin tener algunos problemas incluso con la Inquisición…
Dicen las malas lenguas que llegó a crucificar al ahogado  en el taller, buscando realismo, pero eso no pasa de ser una mera especulación.
De lo que no hay ninguna duda es que la obra esculpida que hizo del Cristo de la Salvación, como se llamó primero y que posteriormente pasaría a llamarse de la Misericordia, es el más bello de los crucificados andaluces”, en opinión de Gallego y Burín.
Este Cristo sereno y majestuoso, perfecto en proporciones,  muy descolgado, que analiza los pormenores de su anatomía, venas azuladas, tonos cianóticos y marfileños de la piel, conserva la huella congelada del dolor en las cejas contraídas. Tantos datos forenses hacen que esta  historia pudiera ser creíble.
También recoge la leyenda  – pero esto ya es mucho decir-  que Jesucristo se apareció al maestro José Mora y le dijo: “…En quién te has fijado para sacarme tan bien”.



Descripción de la talla.
Esta  talla es el máximo exponente de la escultura de nuestra tierra en la representación del Crucificado, dentro del más absoluto clasicismo. Se trata de un crucificado de tres clavos sobre cruz plana de taracea. Muestra a Jesús de Nazaret ya muerto, con la cabeza inclinada sobre el hombro derecho y la barbilla clavada en el pecho. Los brazos forman un acusado ángulo, mientras las piernas se mantienen rectas excepto una pequeña flexión de las rodillas que mantiene el pie izquierdo sobre el derecho (al contrario de la mayoría de las representaciones). En las heridas de los clavos apenas se aprecian desgarraduras y casi no hay sangre, al igual que en la herida del costado de la que manan unos finos hilillos que recorren el torso hasta la cintura. Muestra por tanto una disposición serena, estática, sin torsiones agónicas, transmitiendo un reposo absoluto.


La cabeza, excepcionalmente bella, muestra claros rasgos semíticos. Sus párpados, muy abultados y entrecerrados, dejan ver los hundidos ojos de cristal. Las cejas tienen un marcado quiebro característico del escultor. La nariz es larga y ligeramente aguileña, se muestra afilada por la muerte al igual que los pómulos. La boca entreabierta muestra los dientes resecos entre los labios exangües muy dibujados y sombreados por un ligero bigote. Sobre el pecho cae la barbilla envuelta en una barba bífida que se desparrama. Estos elementos, bigote y barba, están realizados en parte a punta de pincel, y su relieve apenas se hace notar. El cabello suavemente ensortijado, forma ondas grandes y abiertas que caen sobre el hombro izquierdo hacia atrás, y en el derecho hacia delante. También parte de la cabellera, sobre todo la que cae sobre el pecho y el rostro, ha sido realizada a punta de pincel. La corona de espinas que porta es sobreañadida, de metal oscuro, no tallada, que en ningún momento distrae la atención hacia ella ni hacia los sufrimientos que causa.


Todo el cuerpo presenta una musculatura proporcionada, pero no desmesuradamente remarcada. Las manos están entrecerradas, algo poco frecuente en la escultura española. El cuerpo se mantiene erguido, recto, como si la muerte no le hubiese vencido aún. Es elegante y fuerte, sin llegar a proporciones hercúleas. El paño de pureza, de tela encolada tiene un característico y muy poco habitual tono carmín violáceo, y está ceñido a la cintura por una cuerda dejando al descubierto la cadera derecha. La tonalidad pálida de su cuerpo, muestra de la muerte, no se acompaña de cardenales, heridas, laceraciones, llagas, ni sangre en exceso.


Es el Cristo muerto, el entregado, el sacrificado. Mora lo aparta de luchar con la muerte, lo sitúa más allá de ella, más cercano a su triunfo sobre la muerte misma. Bajo sus carnes marfileñas, tiembla el misterio de la Resurrección.

NITO



3 comentarios:

Manuel Espadafor Caba dijo...

Interesante historia sobre el famoso Cristo de José de Mora, sublime obra sobre una cruz de pura taracea cartujana

Balcantara dijo...

Que bonita.

Anónimo dijo...

Es emocionante la escultura del Cristo del Silencio. Hace años la veía con frecuencia, cuando vivía en Granada. Ha pasado mucho tiempo, ya no vivo en Granada, y hoy tras la semana santa, me he acordado de la solemnidad y la belleza del Cristo de Mora y lo he vuelto a ver en imágenes de internet. Es apabullante en su sencillez y misterio.