“Gonzali Fernández de Córdoba
Que propia virtute
Magni ducis nomen…”
cuando se me acercó, sobresaltándome, aquel tipejo insignificante que ya conociera de otros extraños encuentros.
-A fuer de buen granadino, me agrada sobremanera el verle contemplando a sus anchas la monumental belleza de este monasterio, -me dijo.-Yo también, como ve, aprovecho el menor resquicio para hacer lo propio siempre que puedo. En lo que nunca paro mientes, sin embargo, es en la inscripción de esa lápida por la sencilla razón de que no es cierto cuanto en ella se refiere.
Me fue imposible reprimir entonces un gesto de asombro. Este hombrecillo, que tiene la rara virtud de adivinar mis pensamientos, sabía de mis dudas y agrandaba de propósito su herida. No quise seguirle, pues, la corriente, y le contesté indignado.
-¿Cómo que no es cierto? Le concedo la probabilidad de que algún que otro hueso se encuentre descarriado por ahí, a causa de las continuas peripecias sufridas.
-Pero ¿todos...? Permítame que lo dude.
-Creo -y perdone mi sinceridad- que su afirmación no sólo peca de arriesgada sino que, incluso, está totalmente fuera de lugar.
La franja de su sonrisa se hizo más generosa y con esa su característica blandura de voz prosiguió sin inmutarse:
-Los huesos del Gran Capitán no salieron nunca de la Alhambra. Bien es cierto que en su día, como narran los libros de Historia, se efectuó el traslado de unos restos a esta cripta, pero correspondían a otra persona diferente. Se trata, sin duda alguna, de un asunto un tanto rocambolesco, en el que intervino de una manera decisiva ese duendecillo burlón que andorrea de acá para allá, día y noche, por las fuentes y pasadizos de la Alhambra al que se conoce en toda Granada con el nombre de Martinico.
-Y, por favor, no se ría de lo que le cuento -añadió viéndome a punto de estallar de risa.
Él fue quien realizó el cambio en su momento oportuno, escondiendo la gloriosa osamenta de don Gonzalo dentro de un hueco sólo sabido por él, que no ha revelado jamás, porque piensa, no sin razón, que el mejor mausoleo que imaginarse puede es el misterioso Monte de la Sabica. Allí la grandeza del reino nazarí y la del Gran Capitán se funden y complementan.
-¿Dónde, por amor de Dios -le dije interrumpiéndole-, ha rebuscado semejante patraña?
y retuve, por respeto al templo, el hilo suelto de una carcajada. -No he tenido que rebuscar en ningún lado. Lo sé -me contestó sin inmutarse- porque, aunque le cueste creerlo, yo soy el propio duende Martinico. Sí -me recalcó al ver mi gesto de extrañeza-, yo, que tomo a veces la apariencia humana, bien para confundir a necios eruditos o para ayudar en sus pesquisas a los que, como usted, adoran hasta el delirio a mi ciudad de Granada.
Me quedé sin poder articular palabra alguna, atónito ante tan des-concertante revelación, propia más bien de una mente calenturienta o desquiciada.
-¿No se estaría burlando, acaso, de mí? -me preguntaba por otro lado.
Parece que adivinó la estela de mis pensamientos, ya que, sin dejar de sonreír, añadió reafirmándose en cuanto había dicho:
-Créame que no le miento. Palabra de Martinico.
Y, recogiendo el inconfundible sombrero, color de ala de mosca, que había dejado al entrar en uno de los bancos delanteros, lo agitó a modo de despedida sobre su desembarazada cabeza, mirándome amablemente a través de la acuosa transparencia de sus ojos miopes, y luego sin transición alguna, como por arte de encantamiento, se deshizo nebulosamente en el aire desapareciendo al punto de mi vista.
(Basado en un relato de Manuel Lauriño)
NITO
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