miércoles, 29 de noviembre de 2023

LA LEYENDA DEL CABALLO DE ALIATAR

"En un contexto como fue la guerra civil en la Granada nazarí,  se produce la llamada Leyenda del Caballo de Aliatar. Pero dadas las numerosas coincidencias históricas  -y entendiendo las normales exageraciones de un relato caballeresco como éste-  afirmamos que hay mucho de historia creíble en esta leyenda".

Hacia el 1482, en una tarde plomiza y lluviosa del mes de noviembre, los campos aparecían desiertos en todo lo que la vista podía alcanzar desde la propiedad del caballero don Pedro Manrique de Aguilar, el cual, desde la puerta de su señorial mansión, contemplaba el monótono caer de la lluvia. De pronto, el caballero quedó sorprendido al ver a lo lejos la figura de un hombre que avanzaba hacia él y que, cuando estuvo a su altura, le informó de que, mientras trabajaba en el campo, había visto llegar a un grupo de moros a caballo.

Don Pedro quedó sorprendido por la mala nueva, pues aunque las luchas entre moros y cristianos eran un mal endémico de la época, los combates habían ido menguando paulatinamente en los últimos tiempos y parecía existir una especie de tregua no apalabrada. El propio caballero era muy conocido entre los musulmanes por su bravura y, por este motivo le resultaba aún más extraño que se hubieran atrevido a incurrir en su desagrado realizando una incursión en sus propiedades.


Don Pedro, tras agradecer vivamente a su fiel colono el servicio prestado, decidió acercarse a inspeccionar los alrededores para comprobar lo sucedido. Podía ocurrir que los hombres avistados por aquel vasallo no fueran moros, sino bandidos disfrazados de tales para aprovechar el pavor que causaban los infieles entre los cristianos y facilitar sus correrías. El caballero tenía cuatro hijos ya mozos, tan fuertes y valerosos como él mismo, que, a la más leve indicación, le habrían acompañado. Sin embargo, prefirió ir sólo, así que montó a caballo y emprendió el camino hacia la parte de sus dominios donde había sido vista la partida árabe. Llegó a aquella zona de su propiedad bajo la pertinaz llovizna, pero ni vio a nadie ni percibió ningún ruido, por lo que pensó que los moros habrían decidido huir antes de correr el riesgo de enfrentarse con él. De pronto, sin saber de dónde habían surgido, se vio rodeado por un grupo de moros. Eran unos cuarenta jinetes escogidos entre los mejores, a cuyo mando se encontraba el alcalde de Loja, de nombre Aliatar, anciano ya por su edad, mas no por su fortaleza. Ambos hombres se conocían sobradamente, pues en los campos de batalla habían gozado de más de una ocasión para medir sus respectivos aceros.

Espada jineta de Aliatar

La rápida  aparición de los moros dejó indefenso a don Pedro incapaz de reaccionar. Sin embargo, aunque enemigos mortales, de raza y de religión, eran nobles y caballeros, por lo que no podían dejar de reconocerse mutuamente su bravura y su nobleza. Por ello se respetaban y admiraban.

- Te saludo, don Pedro.

 - Lo mismo digo, Aliatar

- ¿Por qué no han venido contigo tus cuatro hijos? ¿Dónde los has dejado?

- Están donde deben estar. No los he advertido de este suceso y por tal causa no me han acompañado. Ha sido decisión mía y su ausencia no es debida al miedo, si esto es lo que querías insinuar.

-No era esa mi intención, don Pedro, pues sé que tus hijos son bravos mozos. De casta les viene.

-He escogido acudir solo porque no me acababa de creer que tu audacia fuera tan grande como para llegar hasta aquí - contestó sin cierta dureza el caballero cristiano.

-Me habían alabado tanto tu maravillosa finca que no he podido resistir la curiosidad  -replicó con tranquilidad Aliatar-. Llevábamos doce horas de camino y la lluvia nos había dejado calados hasta los huesos. No te parecerá extraño que en estas circunstancias decidiera detenerme aquí en busca de cobijo para mí y para mis

hombres. Y por Alá que felicitó a  tus colonos por su idea de huir de nosotros y evitar la violencia. Sin embargo, sus fieles servidores habrían dado la alarma, como es su deber, y es muy posible que nos enfrentemos con las tropas del conde de Cabra. He decidido, pues, marchar hacia Carcabuey y es preciso que tú nos acompañes en calidad de rehén.

-Fija el precio para mí rescate que yo te prometo que si no es muy elevado lo tendrás en Loja dentro de dos días –contestó.

-Nunca he dudado de tu palabra de caballero, ni pienso dudar en estos momentos, pues estoy seguro de que cumplirás lo pactado  -explicó el moro-  pero no puedo aceptar, Don Pedro. Lo lamento por ti, pero no es el dinero lo que quiero, sino tu persona.

-Haz un canje con uno de los vuestros –propuso el cristiano.

-No tenéis en la actualidad ningún prisionero moro que valga lo que vales tú. Y lo siento de veras, don Pedro. Así que resígnate y síguenos con tu propio caballo.

Por orden de Aliatar los jinetes moros despojaron a Don Pedro de sus armas y las repartieron entre ellos antes de iniciar el camino. Como la situación de los agarenos era ciertamente comprometida al estar rodeados de territorio cristiano, Aliatar decidió marchar por el sitio menos frecuentado, es decir, por las asperezas de la extraviada senda de las Navas.

El paso se había convertido prácticamente en intransitable, debido a la lluvia que hacía que el suelo estuviera muy resbaladizo. Los jinetes debían pasar de uno en uno, con mucho cuidado para no resbalar y caer por los derrumbaderos que se extendían a ambos lado del camino. Las dificultados decidieron a los jinetes a descabalgar y llevar a sus caballos de las bridas. Don Pedro iba en el centro del grupo, justo por delante de Aliatar; ambos caminaban con tranquilidad, conversando, por lo que nadie hubiera podido suponer que uno de ellos era prisionero del otro.

La marcha se fue haciendo cada vez más penosa, hasta que la formación se deshizo y, en un momento dado, Aliatar y don Pedro se encontraron solos y aislados del resto. Pasaban por un lugar en cuyos bordes se veían espesas marañas y jarales, lo que animó al caballero cristiano a intentar la huida. Sin pensarlo, dio un fuerte empujón al alcaide moro y lo arrojó por el terraplén; el cristiano se arrojó detrás de él, sujetándole con fuerza y cubriéndole la boca con una de sus manos para que no emitiera ningún sonido. Una vez hecho esto, le obligó a esconderse con él en la parte más espesa de los jarales. La audacia del cristiano, más que encolerizar a su enemigo, provocó la admiración de Aliatar,

-Si haces el menos movimiento eres hombre muerto -le amenazó don Pedro al alcalde moro, al tiempo que apoyaba la acerada gumía del moro en su pecho. -No tengo otro remedio que  amenazarte de este modo, pues si los tuyos se dieran cuenta vendrían a buscarnos.

-Te doy mi palabra, Manrique de Aguilar, que no haré nada para llamar la atención de mi guardia. No hace falta que me amenaces.

Don Pedro bajo la gumía, pues se fiaba totalmente de la palabra de su prisionero, cuya caballerosidad se conocía en toda España. Al mismo tiempo, los jinetes árabes se  apercibieron de que ni su jefe ni el prisionero estaban ya con ellos y empezaron a buscarlos. Fueron momentos angustiosos para el cristiano, quien temía ser descubierto. Hubo un momento en que incluso lo creyó todo perdido, pues un par de jinetes musulmanes se detuvieron muy cerca de su escondite, tan cerca que casi podía tocarlos con las manos. Mientras, el alcalde, fiel a su palabra, no emitió ningún sonido.


El rumor de un nutrido escuadrón de jinetes cristianos que llegaban desde el lado contrario hizo huir a los caballeros moros. El grupo iba mandado por el conde de Cabra que, avisado por los colonos, había logrado sorprender a la partida de Aliatar. Su sorpresa fue aún mayor cuando vio salir de entre los jarales a
Don Pedro y a su noble prisionero. Don Pedro le explico lo ocurrido al conde de Cabra, Don Diego Fernández de Córdoba, quien le dijo:

En realidad, Aliatar es mi prisionero, aunque también sea vuestro. Si no llego a acudir los moros os habrían encontrado. Más no deseo vuestra gratitud, don Pedro. Ya tendréis ocasión de corresponder en el futuro. Si os he  invocado mi derecho al prisionero, no es por quitaros el mérito a vos, sino porque tenía ganas de encontrarme con el alcalde de Loja.

 -Es vedad cuanto dice el conde - reconoció el moro -. En Alora me hirió con su lanza y estuve a punto de caer en sus manos, pero logré escapar gracias a mi caballo. Miradle: su piel es atigrada, pero puedo aseguraros que es más valiente y fuerte que un tigre. Comprendo al muy noble conde que desee hacerme su prisionero  -el viejo Aliatar acariciaba conmovido a su noble y precioso bruto pues había temido perderlo durante la refriega. Ahora, se lo acababan de entregar de nuevo y el caudillo agareno estaba visiblemente enternecido-. Aunque esta vez, mi querido Leal, no podrás salvarme, - dijo a su caballo, igual que si pudiera entenderle.

La escena era conmovedora. El alcalde de Loja, encanecido por largos años de lucha, acariciaba a su caballo y le hablaba igual que al amigo más fiel. Eso movió a la compasión y la generosidad de los dos caballeros cristianos.

 - ¡Eres libre, Aliatar! - exclamo, de pronto, don Pedro Manrique de Aguilar.

 - ¡Si, eres libre! -le secundó el Conde de Cabra.

EI moro no podía dar crédito a aquellas generosas palabras y, cuando sus expresiones de gratitud hubieron terminado, les dirigió estas palabras:

- Ahora veo que es inútil seguir luchando contra vosotros. Sois bue-nos y generosos y  reconozco vuestra superioridad. De vosotros será la victoria definitiva. El dominio árabe en España tiene las horas contadas.

La lluvia, que continuaba cayendo, había dejado los caminos intransitables, por lo que el caudillo moro tuvo que aceptar la hospitalidad que, para pasar la noche, le ofrecían los caballeros cristianos. Sin embargo, cuando estaban llegando a la ciudad, descubrieron que el río se había desbordado. Tanto habían crecido las aguas que no se distinguía por parte alguna paso vadeable. El grupo se detuvo contrariado, pero Aliatar se adelantó hacía el conde de Cabra y se ofreció para abrir el camino con su caballo Leal. El conde dio su permiso y todos pudieron ver, asombrados, como Aliatar espoleaba a su corcel que, sin dudarlo, atravesaba la inmensa avenida de la corriente con la misma seguridad que si pisara sobre el firme pavimento de un camino real Todos consiguieron atravesar por donde había señalado Aliatar, un paso que todavía hoy se conoce como "el Vado del Moro".


Tras pasar la noche, Aliatar emprendió el camino hacia Loja. Los dos caballeros cristianos le acompañaron varias leguas. El caudillo moro llevaba consigo valiosos obsequios y no cesaba de alabar a los cristianos.

- Me habéis vencido y, aunque ahora soy libre, es como si estuviera maniatado.

- ¿Por qué, Aliatar?

- Me hallo maniatado para siempre porque jamás podré luchar contra vosotros. Vuestra hidalguía y generosidad me han desarmado.

- No hemos hecho otra cosa que ser dignos de ti. Eres uno de Ios más nobles de tu raza.

-Os doy mi palabra de caballero que jamás mis soldados volverán a invadir vuestras tierras –afirmó el moro quien descendió de su caballo Leal, lo tomó de las riendas y lo entregó a Don Pedro Manrique de Aguilar. -¡Toma! ¡Es tuyo! En recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

-Yo te ofrezco a cambio mil alazán –repuso el cristiano- y también en recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

- Que Alá os guarde  -exclamó  Aliatar antes de lanzarse velozmente por el camino a galope tendido.

Yo te ofrezco  a cambio mi alazán –repuso el cristiano- y también en recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.

-Que Alá te guarde –exclamó Aliatar antes  de lanzarse velozmente por el camino a galope tendido.

Leal permaneció inmóvil, siguiendo con la mirada a su amo que se alejaba para siempre. Su nuevo amo, Don Pedro, quiso acariciarlo  como lo hacía el moro, pero todo fue en vano. Bien merecía el nombre de Leal, pues según la tradición, a los pocos días, el vigoroso corcel murió de pena.


NITO


BIBLIOGRAFÍA

-Adaptación tomada de Luciano García del Real:  HISPANIA INCÓGNITA.

-LAS LEYENDAS: España desconocida .- Volumen II

 

 

 

 

 

 

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