"En un contexto como fue la guerra civil en la Granada nazarí, se produce la llamada Leyenda del Caballo de Aliatar. Pero dadas las numerosas coincidencias históricas -y entendiendo las normales exageraciones de un relato caballeresco como éste- afirmamos que hay mucho de historia creíble en esta leyenda".
Hacia el 1482, en una tarde plomiza y lluviosa del mes de noviembre, los campos aparecían desiertos en todo lo que la vista podía alcanzar desde la propiedad del caballero don Pedro Manrique de Aguilar, el cual, desde la puerta de su señorial mansión, contemplaba el monótono caer de la lluvia. De pronto, el caballero quedó sorprendido al ver a lo lejos la figura de un hombre que avanzaba hacia él y que, cuando estuvo a su altura, le informó de que, mientras trabajaba en el campo, había visto llegar a un grupo de moros a caballo.
Don Pedro quedó sorprendido por la mala nueva, pues aunque las luchas entre moros y cristianos eran un mal endémico de la época, los combates habían ido menguando paulatinamente en los últimos tiempos y parecía existir una especie de tregua no apalabrada. El propio caballero era muy conocido entre los musulmanes por su bravura y, por este motivo le resultaba aún más extraño que se hubieran atrevido a incurrir en su desagrado realizando una incursión en sus propiedades.
Don
Pedro, tras agradecer vivamente a su fiel colono el servicio prestado, decidió
acercarse a inspeccionar los alrededores para comprobar lo sucedido. Podía
ocurrir que los hombres avistados por aquel vasallo no fueran moros, sino
bandidos disfrazados de tales para aprovechar el pavor que causaban los
infieles entre los cristianos y facilitar sus correrías. El caballero tenía
cuatro hijos ya mozos, tan fuertes y valerosos como él mismo, que, a la más leve
indicación, le habrían acompañado. Sin embargo, prefirió ir sólo, así que montó
a caballo y emprendió el camino hacia la parte de sus dominios donde había sido
vista la partida árabe. Llegó a aquella zona de su propiedad bajo la pertinaz
llovizna, pero ni vio a nadie ni percibió ningún ruido, por lo que pensó que
los moros habrían decidido huir antes de correr el riesgo de enfrentarse con
él. De pronto, sin saber de dónde habían surgido, se vio rodeado por un grupo
de moros. Eran unos cuarenta jinetes escogidos entre los mejores, a cuyo mando
se encontraba el alcalde de Loja, de nombre Aliatar, anciano ya por su edad, mas no por su fortaleza. Ambos
hombres se conocían sobradamente, pues en los campos de batalla habían gozado
de más de una ocasión para medir sus respectivos aceros.
La rápida aparición de
los moros dejó indefenso a don Pedro incapaz de reaccionar. Sin embargo, aunque
enemigos mortales, de raza y de religión, eran nobles y caballeros, por lo que
no podían dejar de reconocerse mutuamente su bravura y su nobleza. Por ello se
respetaban y admiraban.
- Te
saludo, don Pedro.
- Lo mismo digo, Aliatar
-
¿Por qué no han venido contigo tus cuatro hijos? ¿Dónde los has dejado?
-
Están donde deben estar. No los he advertido de este suceso y por tal causa no
me han acompañado. Ha sido decisión mía y su ausencia no es debida al miedo, si
esto es lo que querías insinuar.
-No
era esa mi intención, don Pedro, pues sé que tus hijos son bravos mozos. De
casta les viene.
-He
escogido acudir solo porque no me acababa de creer que tu audacia fuera tan
grande como para llegar hasta aquí - contestó sin cierta dureza el caballero
cristiano.
-Me
habían alabado tanto tu maravillosa finca que no he podido resistir la
curiosidad -replicó con tranquilidad
Aliatar-. Llevábamos doce horas de camino y la lluvia nos había dejado calados
hasta los huesos. No te parecerá extraño que en estas circunstancias decidiera
detenerme aquí en busca de cobijo para mí y para mis
hombres.
Y por Alá que felicitó a tus colonos por
su idea de huir de nosotros y evitar la violencia. Sin embargo, sus fieles
servidores habrían dado la alarma, como es su deber, y es muy posible que nos
enfrentemos con las tropas del conde de Cabra. He decidido, pues, marchar hacia
Carcabuey y es preciso que tú nos acompañes en calidad de rehén.
-Fija
el precio para mí rescate que yo te prometo que si no es muy elevado lo tendrás
en Loja dentro de dos días –contestó.
-Nunca
he dudado de tu palabra de caballero, ni pienso dudar en estos momentos, pues
estoy seguro de que cumplirás lo pactado
-explicó el moro- pero no puedo
aceptar, Don Pedro. Lo lamento por ti, pero no es el dinero lo
que quiero, sino tu persona.
-Haz
un canje con uno de los vuestros –propuso el cristiano.
-No
tenéis en la actualidad ningún prisionero moro que valga lo que vales tú. Y lo
siento de veras, don Pedro. Así que resígnate y síguenos con tu propio caballo.
Por
orden de Aliatar los jinetes moros despojaron a Don Pedro de
sus armas y las repartieron entre ellos antes de iniciar el camino. Como la
situación de los agarenos era ciertamente comprometida al estar rodeados de
territorio cristiano, Aliatar decidió marchar por el sitio menos frecuentado, es
decir, por las asperezas de la extraviada senda de las Navas.
El
paso se había convertido prácticamente en intransitable, debido a la lluvia que
hacía que el suelo estuviera muy resbaladizo. Los jinetes debían pasar de uno
en uno, con mucho cuidado para no resbalar y caer por los derrumbaderos que se
extendían a ambos lado del camino. Las dificultados decidieron a los jinetes a
descabalgar y llevar a sus caballos de las bridas. Don Pedro iba en el centro del grupo, justo por delante de Aliatar;
ambos caminaban con tranquilidad, conversando, por lo que nadie hubiera podido
suponer que uno de ellos era prisionero del otro.
La
marcha se fue haciendo cada vez más penosa, hasta que la formación se deshizo
y, en un momento dado, Aliatar y don Pedro se encontraron solos y aislados del
resto. Pasaban por un lugar en cuyos bordes se veían espesas marañas y jarales,
lo que animó al caballero cristiano a intentar la huida. Sin pensarlo, dio un
fuerte empujón al alcaide moro y lo arrojó por el terraplén; el cristiano se
arrojó detrás de él, sujetándole con fuerza y cubriéndole la boca con una de sus
manos para que no emitiera ningún sonido. Una vez hecho esto, le obligó a
esconderse con él en la parte más espesa de los jarales. La audacia del
cristiano, más que encolerizar a su enemigo, provocó la admiración de Aliatar,
-Si
haces el menos movimiento eres hombre muerto -le amenazó don Pedro al alcalde moro, al tiempo que apoyaba la acerada gumía
del moro en su pecho. -No tengo otro remedio que amenazarte de este modo, pues si los tuyos se
dieran cuenta vendrían a buscarnos.
-Te
doy mi palabra, Manrique de Aguilar, que no haré nada para llamar la atención
de mi guardia. No hace falta que me amenaces.
Don
Pedro bajo la gumía, pues se fiaba totalmente de la palabra de su prisionero,
cuya caballerosidad se conocía en toda España. Al mismo tiempo, los jinetes
árabes se apercibieron de que ni su jefe
ni el prisionero estaban ya con ellos y empezaron a buscarlos. Fueron momentos
angustiosos para el cristiano, quien temía ser descubierto. Hubo un momento en
que incluso lo creyó todo perdido, pues un par de jinetes musulmanes se
detuvieron muy cerca de su escondite, tan cerca que casi podía tocarlos con las
manos. Mientras, el alcalde, fiel a su palabra, no emitió ningún sonido.
En realidad,
Aliatar es mi prisionero, aunque también sea vuestro. Si no llego a acudir los
moros os habrían encontrado. Más no deseo vuestra gratitud, don Pedro. Ya
tendréis ocasión de corresponder en el futuro. Si os he invocado mi derecho al prisionero, no es por
quitaros el mérito a vos, sino porque tenía ganas de encontrarme con el alcalde
de Loja.
-Es vedad cuanto dice el conde - reconoció el
moro -. En Alora me hirió con su lanza y estuve a punto de caer en sus manos,
pero logré escapar gracias a mi caballo. Miradle: su piel es atigrada, pero puedo
aseguraros que es más valiente y fuerte que un tigre. Comprendo al muy noble
conde que desee hacerme su prisionero -el
viejo Aliatar acariciaba conmovido a su noble y precioso bruto pues había
temido perderlo durante la refriega. Ahora, se lo acababan de entregar de nuevo
y el caudillo agareno estaba visiblemente enternecido-. Aunque esta vez, mi
querido Leal, no podrás salvarme, - dijo a su caballo, igual que si
pudiera entenderle.
La
escena era conmovedora. El alcalde de Loja, encanecido por largos años de
lucha, acariciaba a su caballo y le hablaba igual que al amigo más fiel. Eso
movió a la compasión y la generosidad de los dos caballeros cristianos.
- ¡Eres libre, Aliatar! - exclamo, de pronto,
don Pedro Manrique de Aguilar.
- ¡Si, eres libre! -le secundó el Conde de
Cabra.
EI
moro no podía dar crédito a aquellas generosas palabras y, cuando sus
expresiones de gratitud hubieron terminado, les dirigió estas palabras:
-
Ahora veo que es inútil seguir luchando contra vosotros. Sois bue-nos y
generosos y reconozco vuestra superioridad.
De vosotros será la victoria definitiva. El dominio árabe en España tiene las
horas contadas.
La
lluvia, que continuaba cayendo, había dejado los caminos intransitables, por lo
que el caudillo moro tuvo que aceptar la hospitalidad que, para pasar la noche,
le ofrecían los caballeros cristianos. Sin embargo, cuando estaban llegando a
la ciudad, descubrieron que el río se había desbordado. Tanto habían crecido
las aguas que no se distinguía por parte alguna paso vadeable. El grupo se
detuvo contrariado, pero Aliatar se adelantó hacía el conde de Cabra y se
ofreció para abrir el camino con su caballo Leal.
El conde dio su permiso y todos pudieron ver, asombrados, como Aliatar
espoleaba a su corcel que, sin dudarlo, atravesaba la inmensa avenida de la
corriente con la misma seguridad que si pisara sobre el firme pavimento de un
camino real Todos consiguieron atravesar por donde había señalado Aliatar, un
paso que todavía hoy se conoce como "el
Vado del Moro".
Tras
pasar la noche, Aliatar emprendió el camino hacia Loja. Los dos caballeros
cristianos le acompañaron varias leguas. El caudillo moro llevaba consigo
valiosos obsequios y no cesaba de alabar a los cristianos.
- Me
habéis vencido y, aunque ahora soy libre, es como si estuviera maniatado.
-
¿Por qué, Aliatar?
- Me
hallo maniatado para siempre porque jamás podré luchar contra vosotros. Vuestra
hidalguía y generosidad me han desarmado.
- No
hemos hecho otra cosa que ser dignos de ti. Eres uno de Ios más nobles de tu
raza.
-Os
doy mi palabra de caballero que jamás mis soldados volverán a invadir vuestras
tierras –afirmó el moro quien descendió de su caballo Leal, lo tomó de las riendas y lo entregó a Don
Pedro Manrique de Aguilar. -¡Toma! ¡Es tuyo! En recuerdo de que conseguiste hacerme
prisionero.
-Yo
te ofrezco a cambio mil alazán –repuso el cristiano- y también en recuerdo de
que conseguiste hacerme prisionero.
- Que
Alá os guarde -exclamó Aliatar antes de lanzarse velozmente por el
camino a galope tendido.
Yo
te ofrezco a cambio mi alazán –repuso el
cristiano- y también en recuerdo de que conseguiste hacerme prisionero.
-Que
Alá te guarde –exclamó Aliatar antes de
lanzarse velozmente por el camino a galope tendido.
Leal permaneció inmóvil, siguiendo con la mirada a su amo que se alejaba para siempre. Su nuevo amo, Don Pedro, quiso acariciarlo como lo hacía el moro, pero todo fue en vano. Bien merecía el nombre de Leal, pues según la tradición, a los pocos días, el vigoroso corcel murió de pena.
BIBLIOGRAFÍA
-Adaptación tomada de Luciano García del Real: HISPANIA INCÓGNITA.
-LAS LEYENDAS: España desconocida .- Volumen II
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