Sobre el mito del oro escondido, yo no he visto tierra
más rica y que se preste tanto a la fantasía más desbocada, que la nuestra.
Ahí están los tesoros de
moros, moriscos, judíos y piratas que
permanecen ocultos en montañas, cuevas, sótanos y murallas de Granada.
Leyendas e historias de grandes riquezas abandonadas tras la conquista de
Granada y la guerra de las Alpujarras esperando lindamente a que te topes una
mañana con ellas.
Lógicamente esto no es exclusivo de
Granada y sus pueblos. Ni siquiera de nuestra geografía hispana. Los Antecedentes más remotos que
conozco sobre el mito del oro escondido los encontré en “Las
Metamorfosis” de Apuleyo, que, según Agustín de Hipona, se conocía como El asno de
oro (Asinus aureus) que, por cierto, es la única novela
latina completa que se ha podido hallar. Fue escrita en el siglo II d. C., y
que acaso, tampoco era original, porque era a su vez, una adaptación
de un original griego.
Para remediar el caso y calentarnos más los sesos, viene Morayma, la esposa de Boabdil, y esconde sus
más preciadas pertenencias en los alrededores del castillo de Mondújar. Poco
antes su suegro, Muley Hacén, mandó buscar tres diamantes negros escondidos por
Alhamar, en grutas de las altas cumbres de Sierra Nevada, mientras Aixa, su
esposa despechada, dejó su ajuar en los muros del castillo de Salobreña, y años
más tarde, con la expulsión de los moriscos y judíos, los cerros de Granada, la
Alpujarra y tierras del noreste y del poniente, se llenaron de recónditos
escondrijos en los que ocultaron orzas repletas de monedas de oro y piedras
preciosas que aún esperan a ser recuperadas cuando, algún día, las familias
vuelvan de su destierro centenario.
En esta
ocasión vamos a relatar una leyenda que nace, al parecer, en Castril, aunque se podría haber atribuido a cualquier pueblo de la zona.
Situada en la
zona más suroccidental de la comarca de Huéscar y reubicado en las faldas de un
gran peñasco se encuentra Castril (de la Peña). Los romanos fueron los primeros
que la utilizaron como protección en un campamento militar que con el paso del
tiempo se convirtió en villa. De hecho, su nombre podría derivarse del término
latino “Castrum”, campamento.
De paisajes
espectaculares, es su sierra uno de los referentes más atractivos para los
amantes del senderismo, con rutas de belleza singular que sumergen al viajero
en una naturaleza ancestral. La visita a este precioso pueblo fue un verdadero
placer. En el pueblo, de calles serpenteantes y casas encaladas, me condujeron
a la iglesia de Nuestra Sra. de los Ángeles, que me facilitó la entrada a
través de la Puerta del Sol al castillo de la Villa, una fortaleza mítica en un
paraje extraordinario.
La leyenda de
Castril y las orzas de oro.
Así nos lo
narra J. Manuel Fernández Martín en sus
“Leyendas de nuestros pueblos, Libro III”.
"Evaristo era un colono de los que siempre se quejaba por todo: del tiempo, de la tierra, de poco dinero que ganaba, pero sobre todo de la casa que le había tocado en el reparto que del suelo hizo el señor de Zafra; siempre decía: “la más vieja y destartalada me tocó porque algunos han hecho trampa en el sorteo”. No sólo se quejaba de su mala estrella sino que también, para colmo de males, era tacaño y avaricioso. Todo lo que ganaba como talabartero arreglando alpargatas, espuertas o correajes de cuero, lo tenía a buen recaudo, gastando lo sucinto para ir tirando, pues su intención era derribar aquella vieja casa que le había tocado en suerte y sobre sus cimientos, hacer una nueva con todas las comodidades.
Un día de frio
invierno apareció por el pueblo un viejo ciego con un lazarillo de doce o trece
años que se buscaban la vida cantando romances de las gestas que los poderosos
realizaron en la guerra de Granada. En la plaza del pueblo donde se unían las
calles baja y alta había un gran olivo que le servía de apoyo a los dibujos que
acompañaban el romance, mientras el zagal pasaba una escudilla a los
espectadores que soltaban,con alguna dificultad, unos pocos maravedíes para
sustento del trovador y acompañante. Esa mañana estuvo floja de recaudación y
decidieron abandonar el pueblo al día siguiente. Antes de partir para Huéscar,
el viejo ciego Ramón se acercó al taller de Evaristo para que le arreglara las
albarcas que de tantas leguas andadas sus suelas se convirtieron en dos láminas
tan finas como el pellejo de una breva.
-Buen día nos
de Dios. –dijo el viejo ciego, tanteando con su callado el quicio de la puerta.
–Evaristo los miró con desdén y dijo: -¿qué quieres viejo? Aquí no hay nada que
te pueda dar.
-No vengo a
pedir sino a dar, según me han informado en el pueblo, usted arregla las
alpargatas y mire como tengo las mías.
-Los arreglos
valen dinero… ¿Tienes para pagarme?
-Por eso no se
preocupe, la mañana ha sido buena y el señor de Castril le ha gustado el
romance que le he cantado de sus antepasados y mire usted con lo que me ha
recompensado. Mostrando una bolsa de doblones de oro que puso los ojos del
talabartero tan abiertos como dos espuertas. “Con aquella bolsa podría arreglar
su casa y algo más”, pensó el rufián.
-Siendo así no
hay problema, sólo tiene que esperar un poco aquí sentado mientras yo le
arregló las suelas, pero antes voy a mandar a su zagal a por un cuartillo de
vino para que nos caliente un poco, pues aquí hace un frió de mi diablos.
-Así se
deshizo del muchacho con el único fin de darle el cambiazo a la bolsa del ciego
por otra llena de arandelas metálicas que utilizaba en el taller para sus
trabajos. Todo fue a la perfección y al poco rato las alpargatas estaban listas
y el ciego en la puerta le preguntó cuánto le debía.
-Por esta vez
le voy a regalar el trabajo, bastante tiene con el ir de aquí para allá con
este tiempo.
-Pues lo
dicho, amigo talabartero. -Le dijo cogiéndolo con una mano huesuda y ojos
velados, mirándole directamente a la cara.
-La fortuna te
sonreirá y pasará por aquí, más como el agua que llega la acequia, tu estrella
seguirá sin que tú lo sepas.-Después dieron media vuelta, cruzaron la acequia y
se perdieron entre los huertos de la vega.
Aquellas
palabras dejaron desconcertado a Evaristo que pronto recuperó el ánimo al
sentir la bolsa del viejo en su jubón. No tardó mucho en comenzar las obras de
la casa y cuál fue su sorpresa cuando encontró dos orzas de barro de mediano
tamaño, enterradas en el suelo de la casa cubiertas de una especie de sustancia
pestilente que le revolvió el estómago. Pensando que sería alguna pócina de los
moros para embrujar la casa, pensó en verter el contenido en la acequia y
después de romper las vasijas para que no quedara rastro de ellas. Y así fue
como, entrada la noche y con gran esfuerzo arrastró las orzas hasta el filo de la
acequia y con un pañuelo en la nariz de vertió el contenido en el agua girando
la cabeza para no oler el nauseabundo contenido.
A la mañana
siguiente, cuando regresó a la obra de su casa, pudo ver el revuelo que se
había formado en la acequia, pues casi todo el pueblo estaba afanado en recoger
un polvo amarillo del fondo del canal. Al acercarse sus ojos no podían dar
crédito a lo que estaba viendo, ¡toda la acequia estaba cubierta de una fina
capa de oro en polvo que partía desde donde él había vaciado las orzas! Se
maldigo mil veces por no haber mirado bien el contenido de las orzas y pensando
que debía de haber más escondidas en la casa, destruyó toda la obra nueva y la
vieja buscando el oro. Cuando terminó se encontró sin oro, ni dinero… ni casa.
Y como dijo el gran filósofo: “El codicioso siempre
encuentra la horma de su avaricia en la decisión de sus actos”.
3 comentarios:
¡Maravilloso blog! ¡Qué gran trabajo! ;)
Gracias, Fran, por tu estímulo.
Celebro que te guste este Blog.
Un abrazo
Gran relato de la historia de castril conocí otras tan bellas como esta gracias por habermelas hecho conocer
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