lunes, 31 de marzo de 2025

LA EMPERATRIZ OLVIDADA

 


A comienzos del siglo XX era frecuente ver paseando por el madrileño parque del Oeste a una anciana menuda y frágil, pero altiva y elegante. Residía en Inglaterra, pero cuando arreciaba el frío del invierno británico viajaba a España y se instalaba en el palacio de Liria junto a sus sobrinos los duques de Alba. Los viandantes la miraban con admiración y una cierta lástima. Sabían que lo había tenido todo y que todo lo había perdido. Se llamaba Eugenia de Palafox y Portocarrero, y fue la última emperatriz de Francia.


LA EMPERATRIZ OLVIDADA

Por los periódicos granadinos del 10 de julio de 1919, se enteró la ciudad de la muerte en Madrid, en el palacio de Liria, propiedad del duque de Alba, su familia más cercana, de la que había sido Emperatriz de los franceses, Eugenia de Montijo.

Granada, donde había nacido el 5 de mayo de 1826, la había olvidado hacía tiempo. El mundo también. Habían pasado tantas cosas y tantos años desde que esta granadina hermosa y fría se había casado, en 1853, con el Emperador Napoleón III, ocupando con él el trono imperial de Francia durante diecisiete años. Ya sólo los muy viejos recordaban aquel cuento de hadas.

Una guerra humillante para Francia había destronado, en 1870, al matrimonio, empezando el largo peregrinar de esta mujer, que, sin duda, vivió una de las vidas más intensas en su época de esplendor, para pasar después, viuda y muerto el hijo, casi cincuenta años, siempre sola, entre recuerdos.

A Granada había venido en contadas ocasiones a lo largo de tanto tiempo y eso que la ex-emperatriz viajaba continuamente. Casi siempre en su yate "I´Aiglon'' (El Águila), con el que paseaba a menudo por el Mediterráneo. Recalando en Málaga y Gibraltar con frecuencia, dos veces la granadina quiso volver a su tierra. De la primera de estas visitas hay constancia en el libro de honor de visitantes de la Alhambra, donde aparece su firma como condesa de Pierrefonds. 


Era en mayo de 1877 y aún vivía su hijo, que moriría en África, dos años después acribillado por las flechas de los zulúes, en la guerra que allí sostenía Inglaterra. Diecinueve años tardaría en volver. Esta vez, en 1896, se había hospedado en el hotel Siete Suelos y había querido visitar la casa donde había nacido, el número 12 de la calle de Gracia, setenta años antes. Allí pudo leer —hoy le resultaría casi imposible— la lápida colocada para recordar el hecho:

 “En esta casa nació la ilustre señora Dª. Eugenia de Guzmán y Portocarrero, actual Emperatriz de los franceses. El Ayuntamiento de Granada, al colocar esta lápida, se honra con el recuerdo de su noble compatriota. Año 1867”. 

Todo muy acorde con el lenguaje altisonante del S. XIX.


Casa natal y placa conmemorativa  de Eugenia de Montijo 

La ex-emperatriz no había vuelto más. Sobrevivió hasta una edad muy avanzada. Era un verdadero prodigio de vigor en una época en que no era frecuente sobrepasar los 70 años. Ella llegó a los noventa y tres, longevidad excepcional entonces. Incluso un año antes de morir, el Dr. Barraquer la había operado de cataratas en Barcelona y había vuelto a leer como si nada.

La historia la trató, como siempre, de manera desigual. Desde sus adictos, que resaltaban sus iniciativas y su clara inteligencia, a los detractores que la culparon de la derrota francesa de 1870 frente a Prusia, a causa del entrometimiento de la Emperatriz en los asuntos de Estado. En 1919, a su muerte, los periódicos granadinos no fueron excesivamente extensos sobre el  trema. Igual que los del resto del mundo. La mayoría de la gente, en realidad, ya creía muerto el personaje.


Se encontraba en Madrid preparando su regreso a Inglaterra, cuando un atardecer del 10 de julio de 1919, se sintió repentinamente indispuesta. No pensaba, al acostarse, que hubiera llegado la estación terminal de su largo trayecto de 93 años. Su cuerpo fue transportado a Farnborough.

La azarosa vida de esta mujer española que fue emperatriz de Francia, su figura tan popular por la aureola romántica y legendaria que la envolviera siempre, las horas felices, cuando el Imperio estaba en el cenit; los días amargos del exilio, de la muerte del hijo; su temperamento apasionado y su entereza ejemplar la convirtieron en un mito. En el pueblo aún pervive su recuerdo cantado en coplas de gran belleza literaria:

«Eugenia de Montijo,

qué pena, pena,

que te vayas de España

para ser reina.

Por las lises de Francia

Granada dejas

y las aguas del Darro

por las del Sena.

Eugenia de Montijo,

qué pena, pena...».

 



NITO

viernes, 28 de febrero de 2025

AQUELLA GRANADA DE NUESTROS ABUELOS (2)

 


COMIENZA  EL CAMBIO 

Las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población, la clase trabajadora, eran ciertamente penosas. Familias acumuladas en viviendas de escasos metros, sin apenas ventilación, ni higiene, ni nada que se le pareciera; mal alimentadas, en paro casi permanente o con jornales de miseria. Aunque algo empezaba a cambiar en aquella desesperanza general. Ya había sociedades obreras de diversos oficios, hasta entonces absolutamente desprotegidos. Funcionaban sociedades de sombrereros, de planchadoras, de albañiles, de carpinteros, de pintores decoradores. Ya se agrupaban los trabajadores en sociedades de las que recibir, en situaciones de necesidad –casi continuas– no sólo apoyo en la defensa de sus intereses laborales, sino también pequeñas ayudas para medicinas o alimentos. 

El tranvía de cremallera en los bosques de la Alhambra

Aún así, es inevitable entristecerse al recordar la inhumana situación social de la mayoría de los granadinos en aquel tiempo, en situaciones de miseria muchísimos de ellos, con sueldos de cincuenta céntimos diarios y jornales de una peseta para contados operarios. Una reducidísima elite, apenas 1.000 elegidos, quizá menos, venía a constituir – a juicio de ellos mismos, naturalmente -, lo único importante, lo único que contaba en la vida de la ciudad. El resto de la población, sesenta y tantos mil, la inmensa mayoría de gorra y alpargata, de jornal mísero y vivienda lóbrega, no importaba ni poco ni mucho. Para las clases altas, las dirigentes, la vida no podía ser más placentera. 

Estaban, recién llegados, unos inventos llamados a mejorar sus ociosas existencias. De los primeros en llegar, y de los más trascendentes, el de la electricidad. Precisamente el años que nos ocupa, se constituyen dos compañías eléctricas granadinas: “Electra de Órgiva” y “Eléctrica de la Vega granadina”. Hasta entonces, el alumbrado de las casas acomodadas había sido por gas. También el de la calles era por gas desde 1866. Lo tenía a su cargo la empresa “Eugenio Lebón y Cía”, que repartía el suministro para un total de 2.000 farolas distribuidas por la ciudad. La misma compañía también suministraba un incipiente alumbrado eléctrico urbano y, en 1902, ya tenía instalados medio centenar de focos callejeros, casi todos por el centro. A la compañía Lebón le había surgido una seria competidora en 1892, una empresa fundada con capital granadino, la “Compañía General de Electricidad”, que pronto construyó diversas centrales hidráulicas aprovechando las corrientes de los ríos Genil, Maitena, Monachil y Cubillas. Claro que, como a menudo ha sucedido y sucede entre nosotros, las nuevas ideas son acogidas con suspicacia y se les vaticina poca duración. Y eso le ocurrió a la electricidad. A pesar de sus obvias ventajas, más sencilla, más barata, más rápida, menos peligrosa, mejor luz, etc., el color mortecino de aquella primera luz eléctrica no acababa de convencer a mucha gente, que siguió alumbrándose con gas cierto tiempo. Aquella electricidad recién llegada, era neblinosa y sorprendente. Y en las calles, los padres se detenían con sus hijos de corta edad y señalándoles los delgados cables eléctricos les decían: “Mira, hijo, aunque no lo parezca, por ahí viene la luz”.

Vendedora de pavos en Plaza Birrambla

OTRA NOVEDAD En 1902, con el teléfono venía a suceder lo mismo y buen número de granadinos – de clase acomodada, naturalmente, los únicos particulares que podían permitírselo – casi ni lo tomaban en serio. Una novedad curiosa, quizá, y poco más. Pero desde 1890, o sea, catorce años después de que Graham Bell hubiera conseguido la transmisión a distancia de la voz humana, ya había en Granada dos compañías telefónicas: la “Peninsular” , con oficinas en el número 46 del Zacatín, que atendía las comunicaciones con el resto de España; y la “Sociedad Telefónica de Granada”, encargada de las necesidades del servicio urbano, que tenía su sede en el piso tercero del edificio que entonces ocupaba en sus bajos el popular café del Callejón, entre las calles Mesones e Hileras. Los primeros en usar el teléfono habían sido, como en todas partes, los organismos públicos y las redacciones de los periódicos. Luego llegaron a usarlo también los particulares, pero más despacio. En 1902, en Granada, había instalados unos 200 teléfonos. El número 1 era el del Arzobispo; el gobernador tenía el número 6 en su despacho; y el rector el número 143, en la Universidad. Las instrucciones que las compañías daban a los usuarios del nuevo invento, eran de lo más pormenorizadas. Y así se les advertía: “El abonado, después de aplicarse el teléfono al oído, deberá empezar diciendo siempre: ¿Quién llama?”… Como sucedió con otros artilugios técnicos, el teléfono despertó en sus comienzos no poco recelos. Sobre todo en las señoras, porque las pobres pensaron que el teléfono podría acabar con el placer de las visitas. 

Torre de Los Picos

Y es que, entonces, las familias de posición social se visitaban. En un curioso manual de urbanidad de la época, se hacían recomendaciones inefables como éstas: “Las visitas no deben hacerse por las mañanas, ni a las horas de almorzar o cenar; no se deben llevar animales domésticos o niños revoltosos, sin pedir disculpas previas; es elegante llevar algún pequeño obsequio, por ejemplo, alguna golosina para merendar”. Y aún se añadían más detalles de etiqueta: “El que hace la visita es el que inicia la maniobra que la da por finalizada. Por lo general conviene realizarla en dos etapas. Primero se insinúa que conviene retirarse. Los anfitriones hacen un mohín de desagrado. Pasado otro ratito, se aceptará ya la decisión de levantarse” por cierto que este manual de urbanidad lo había escrito el más célebre cronista de sociedad de la época – se firmaba “Montecristo” en las página de la revista “Blanco y Negro” -, que era gran amigo de la marquesa de Esquilache, a la que solía acompañar cuando esta señora venía a descansar a su hermosa finca de Motril. No está de más precisar que Motril, en 1902, atravesaba una situación social tan injusta y dolorosa como la de la capital. Precisamente un año antes, en 1901, dos mil trabajadores desesperados incendiaron la fábrica azucarera motrileña “Santa María”, de la familia Larios, en protesta por los precios miserables a que se pagaba la caña a los campesinos.

El ciego "Paniolla"

NITO

BIBLIOGRAFIA,-

Prensa local: 
Cronista Juan Bustos Rodríguez
Revista Blanco y Negro
El Defensor de Granada
Diario Universal



domingo, 2 de febrero de 2025

AQUELLA GRANADA DE NUESTROS ABUELOS (I)



UNA MIRADA A LA GRANADA DE 1902 

 En el corazón de África había terminado la guerra de los “bóers”, que había tenido a raya el inmenso poderío militar y económico de Inglaterra durante algún tiempo.

En América, los Estados Unidos habían dado una primera muestra de sus verdaderas fuerzas y de sus verdaderas intenciones, haciéndose con Cuba después de habérsela arrebatado a España en el aciago 1898. Pero Europa todavía seguía siendo protagonista de la marcha del mundo y Europa, afortunadamente, vivía años de paz.

Francia, Inglaterra y Rusia, de un lado, Alemania y Austro Hungría, de otro, se enseñaban los dientes, pero aún eran sonrisas más que amenazas.


En España hay un nuevo rey: Alfonso XIII, jovencísimo, de dieciséis años, apuesto, simpático. Y ya se sabe: un rey nuevo es siempre una esperanza. Falta le hace la esperanza al pobre y padecido pueblo español de 1902, aún acongojado por el desastre de la pérdida de las últimas colonias, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, tan solo cuatro años antes.

 En 1902 se registra una novedad en los teatros: las luces de la sala se apagan durante la representación y sólo se mantienen encendidas las luces de la batería. Así, la concentración de los espectadores se concentra en la escena. Ha sido una feliz iniciativa de la eminente actriz María Guerrero. Es el mismo año, en que los gobernadores civiles imparten un decreto, por el cual, las señoras tendrán que despojarse de sus sombreros en los patios de butacas, para no impedir la visión del escenario de los espectadores que están sentados detrás. Hasta ahí ha llegado la voluminosidad de los sombreros de las damas de la época.


NUESTRAS EXPECTATIVAS 

Pero¿cómo era Granada entonces, cómo era aquella sociedad granadina de nuestros abuelos? 

En 1902 – según el censo de 1900 – la capital granadina tenía 75.522 habitantes de derecho y 75.807 de hecho, y la provincia 494.449 y 492.460, respectivamente. No era de las ciudades demasiado populosas, como empezaban a serlo ya Oviedo, Bilbao o Zaragoza, pero tampoco de las extremadamente pequeñas, como Jaén, Badajoz o Burgos. El ayuntamiento no podía hacer milagros con un presupuesto de 2.440.142,14  pesetas anuales, de las que la nómina de los empleados suponía 91.388 pesetas. Como detalle, digamos que los gastos de representación asignados al alcalde, eran de 5.000 pesetas al año. A aquel Ayuntamiento  -como a todos -  ya le llovían las protestas ciudadanas, sobre todo por el mal estado de las calles. “Si el Ayuntamiento cuidara las calles – denunciaba el periódico “La Publicidad”– las calles estarían adoquinadas y limpias, y se podría circular por ellas sin ser atropellados por carruajes a demasiada velocidad o por mozos de cuerda caminando cargados por las aceras, sorteando los grupos de gente parada y los vecinos sentados a las puertas”.

 La verdad es que ya entonces – tal como desgraciadamente sigue sucediendo ahora -, hacían caso omiso de la ordenanzas municipales. Se dictaba aquel año, precisamente, una que exhortaba a las mujeres a no sacudir las alfombras sobre la calle cuando pasara alguien, y en la revista “El Triunfo” aparecía un chiste donde un transeúnte iracundo increpaba a la del balcón con estas palabras: “¡Ya podría usted mirar donde sacude y no hacerlo cuando paso por debajo!”. Y la mujer respondía: “¡Pues ya podría usted no pasar cuando ve que voy a sacudir la alfombra!” 

En aquella Granada había poco más de 600 calles, comprendiendo las callejuelas y los callejones; y casi un centenar de plazas y placetas, de estas últimas la mayoría repartidas por el barrio del Albaicín. No existían entonces las “Páginas Amarillas” de las “Guías Telefónicas”, pero sí, en cambio, los inestimables “Anuarios” que publicaba Luis Seco de Lucena, fundador y director del periódico “El Defensor de Granada”, con la relación de comerciantes y profesionales de la población. Por ellos sabemos que, en el año 1902, había en Granada capital ocho notarios en ejercicio, veintidós procuradores, otros tantos farmacéuticos, sesenta y nueve médicos colegiados, cuarenta y un catedráticos titulares de Universidad, tres dentista, cuatro libreros, … En aquella reducida sociedad, qué duda cabe que se conocían todos en mayor o menor grado. Pero se conocían también igual los trabajadores de los distintos oficios: abaniqueros, alpargateros, bastoneros, guanteros, botineros, camiseros, cocheros, sombrereros, tintoreros. Hoy son oficios desaparecidos, pero entonces reunían en su conjunto un censo laboral anónimo nada desdeñable, si bien mucho menor que los albañiles, los camareros, los campesinos y los dependientes de comercio, que formaban, sobre todos, los núcleos más considerables de trabajadores.




NITO



BIBLIOGRAFIA,-

Prensa local: 
Cronista Juan Bustos Rodríguez
Revista Blanco y Negro
El Defensor de Granada
Diario Universal