miércoles, 4 de enero de 2023

ARTABÁN: EL CUARTO REY MAGO


Había, en tiempos de mi niñez, un desafortunado aserto que decía que los Reyes Magos no dejan regalos a los niños pobres porque no tienen botas (Julio Camba), y es bien sabido que es menester –además- disponer en una habitación de la casa de un par de estos zapatos para que sus majestades de Oriente corran raudos a dejar sus presentes. Oro, incienso y mirra llevaron Melchor, Gaspar y Baltasar al Niño Jesús siguiendo una estrella que les condujo a Belén. Cada uno representaba a los continentes conocidos antes del descubrimiento de América, venían de Europa, de Asia y de África.

Para otros eran los genuinos descendientes de los tres hijos que tuvo Noé: Sem, Cam y Jafet que hacían con sus caravanas la ruta del incienso partiendo de Arabia. Aunque asegura Máximo que comenzaban su andadura en la Babilonia de los ríos Tigris y Éufrates, en la actual Irak.  Cuando llegaron a Belén tenían veinte, cuarenta y sesenta años, la imagen de la juventud, la madurez y la senectud en el orden inverso a su enumeración tradicional. Se sabe que fueron muy longevos, viviendo más de cien años, y desde el siglo XII sus reliquias viajeras yacen enterradas en la catedral de Colonia.

Acuden puntualmente en la noche del 5 de enero a su cita con la república de los niños, que cuando comienzan a ser mozalbetes les da por decir que los reyes son los padres. Se da el caso, igualmente,  que con el paso del tiempo todos volvemos a habitar el mágico territorio de la infancia, recuperando definitivamente la ilusión de aquellas noches.

Una leyenda llevada al cine hace ya algunos años, cuenta que hubo un cuarto rey llamado Artabán. Era un mago persa muy acaudalado que vendió todos sus bienes para unirse a la caravana de Melchor, Gaspar y Baltasar. Compró camellos y provisiones para el camino y un zafiro, un rubí y una perla como ofrendas para el Niño Dios. En su ruta para alcanzar a los otros magos se encontró a un hombre enfermo que le pidió ayuda. Artabán vendió el zafiro para socorrerlo y se quedó junto a él hasta que el hombre se repuso. Continuó el cuarto Rey su viaje hasta Belén pero tuvo que detenerse y vender el rubí para rescatar a un niño que Herodes en su matanza de los inocentes había mandado asesinar. El rubí supuso su libertad. La perla, que era el único tesoro que le quedaba, tuvo que empeñarla para salvar a una joven doncella que iba a ser vendida como esclava. Artabán no pudo llegar a tiempo a Belén, pero su ejemplo solidario perduró a lo largo de los tiempos. 

Yo me pregunto, siguiendo una antigua leyenda, si no fue Artabán aquel mago viajero que pobre y viejo, con un pequeño asno como única compañía y patrimonio, llegó a Jerusalén de Judea a la misma hora que en el monte Gólgota expiraba Jesús condenado a morir crucificado. No pudo ofrecerle nada porque nada tenía, miró a los ojos de Jesús y él le devolvió la mirada antes de morir. Me hubiera gustado mucho que aquel hombre fuese Artabán.



Se ha vertido mucha literatura en torno a los Magos de Oriente. Ellos sostienen la tradición española y ponen fin al largo ciclo navideño. Son maestros en la magia feliz de los días de júbilo, sus caravanas vienen repletas de presentes, traen regalos para todos, reparten quintales de ilusión, vienen con el bálsamo que sana por un día todas las enfermedades, en sus zurrones maduran todas las frutas conocidas, lucen las estrellas perdidas que ellos devuelven a un firmamento de papel pegado en las traseras de los nacimientos donde siempre hay colgado un cometa de purpurina que yo he encontrado  hace  poco, guardado en una caja donde conservaba mis tesoros de la infancia.

Bienvenidos, Majestades; dejo mis botas en el salón junto al salvado y el agua que pongo para los camellos.



NITO

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