Mirad, murgueros, que os lo tengo dicho sienes y sienes de veces: El Rey Boabdil ni lloró ni suspiró. No, por lo menos, en el paraje geográfico que todos conocemos.
Las últimas y abundantes lágrimas conocidas del Rey Chico, como era conocido entre sus súbditos, se vertieron sobre una tumba, en un pequeño pueblo granadino llamado Mondújar. En esa tierra dejó Boabdil los restos mortales de la persona que amó tanto como a Granada, a su esposa Morayma, la mujer que se mantuvo fiel a su lado, que le dio dos hijos y que sufrió en silencio, tanto como él, su vida y reinado desdichado.
Morayma sigue enterrada allí, en algún lugar entre la colina que sostiene las ruinas del otrora importante castillo de Mondújar y las verdes tierras del Valle de Lecrín, a escasos 30 kilómetros de la Alhambra. Sigue en ese lugar desconocido hasta ahora, que, además, debe también albergar los restos de los reyes nazaritas que gobernaron el Reino de Granada, entre ellos el de su suegro Muley Hacen.
Lo más asombroso es que nadie ha decidido investigar con interés en los últimos 500 años donde está sepultada buena parte de la historia de Al Andalus, ya que existen documentos que relatan cómo Boabdil trasladó desde la Alhambra a Mondújar el Cementerio Real Nazarí cuando, vencido, tuvo que dejar a Isabel y Fernando la majestuosa fortaleza gobernada por sus antepasados.
Pero también hay que deshacer otro entuerto que ha permanecido durante años escondido entre los estudios, más o menos afortunados, de historiadores y escritores aficionados a desentrañar una de las etapas más noveladas de la historia de España: Morayma no murió en ese pueblo.
Hasta allí llegó trasladada por su esposo desde Láujar de Andarax, importante localidad de la Alpujarra almeriense distante unos cien kilómetros, en el que con toda certeza murió y en donde la pareja se había instalado con su corte después de firmar las Capitulaciones con los Reyes Católicos.
Las lágrimas de Boabdil tuvieron que ser densas y dolorosas, porque también podemos suponer que junto a Morayma fue sepultado uno de los dos hijos habidos en el matrimonio.
.Leonardo Villena nos cuenta en su libro El último suspiro del rey Boabdil que la biografía de Boabdil y de parte de su familia está plagada de falsedades, la mayoría intencionadas. Tan falsas como la famosa leyenda del 'Suspiro del Moro' (en la antigua carretera Granada-Motril), porque Boabdil no pasó, ni tan siquiera, por este lugar. Boabdil, sólo se detuvo para ver Granada en unas crestas serranas de El Padul, en el puerto de 'El Manar', porque por allí discurría el camino de la Alpujarra.
Boabdil no lloró (bastante había llorado ya) cuando se despidió de Granada, ni su madre fue tan cruel (ni tan imprudente, so pena de morir allí mismo desnucada de un filial tortazo), que le dijera: «Llora como mujer por lo que no has sabido defender como hombre». Esto fue un invento y bulo del historiador Antonio de Guevara, obispo de Guadix y de Mondoñedo, en el verano de 1526, para lucirse ante el emperador Carlos V, en los jardines del Generalife, cuando visitó Granada en su viaje de luna de miel tras su matrimonio con Isabel de Portugal, es decir, treinta y cuatro años después de ocurridos los hechos.
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P.A. de Alarcón nos recuerda este trance.-
Desde el lugar en que parado habían,
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que entrar debían
y la extendida vega matizada.
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que entrar debían
y la extendida vega matizada.
¡Un paso más..., y nunca ya verían
el mágico horizonte de Granada!
¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
desparecía la ciudad hermosa!
El Moro aquel altivo y prepotente
se apartó de familia y servidumbre,
y silencioso, tétrico, doliente,
quedó como clavado en la alta cumbre.
se apartó de familia y servidumbre,
y silencioso, tétrico, doliente,
quedó como clavado en la alta cumbre.
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Pero lo que viene a continuación no se cómo encajarlo en esta historia. Yo lo transcribo aquí tal y como creo que sucedió: El lector me juzgará.
¡Si yo pudiera, Boabdil,
devolverte la mirada...!
devolverte la mirada...!
Yo lloraría contigo
si la historia me dejara,
lloraría siete siglos
hasta que el llanto se secara...
si la historia me dejara,
lloraría siete siglos
hasta que el llanto se secara...
¡Si yo pudiera, Boabdil,
devolverte la mirada…!
devolverte la mirada…!
Todo estas razones barajaba y razonaba yo apoyado en el pie del antiguo mojón kilométrico del puerto del “Suspiro del Moro”, tratando de buscar consonante a esos raquíticos versos sobre el Desdichado, cuando reparé en un caminante surgido de una incipiente neblina, y que por el arcén venía. Al rebasarme me saludó con la vieja fórmula andaluza:
-¡Buenos días nos de Dios…! Mientras su mano diestra rozaba apenas su sombrero. ¡Su sombrero ¡ ¡Dios mío, aquel viejo y sudado sombrero de color de ala de mosca…!
-¡Vaya con Dios! -Quería responderle yo. Pero sólo me salió un grito casi helado: - ¡Martinico…! - ¿Es usted…?
Él era, en efecto. Aquel hombrecillo frágil y miope, que tiene la rara virtud de adivinar mis pensamientos y que aparece y desaparece como por encantamiento: Martinico, el mismísimo duende de la Alhambra.
-Ya veo que me recuerda y me parece que continúa usted con el mismo tema de nuestro último encuentro. ¿Me equivoco…?
-Acierta, como siempre y sí, sí, meditaba sobre la suerte que corriera el Desdichado, después que pasara por estos lugares, pues no se sabe ni donde esté su tumba.
-¡Ni nunca se sabrá, créame…! –Razón de Estado, diríamos hoy. Fue el mayor de los secretos de los Reyes Católicos y lo que más convino a la Historia en aquellos tiempos.
-Bástele saber, para su tranquilidad, que salvo un corto espacio de tiempo prudencial administrando su señorío en Láujar de Andarax, nunca, nunca, Boabdil salió de Granada y que a su muerte, acaecida a los 70 años, su cuerpo fue enterrado en secreto junto a su esposa en Mondújar.
-Entonces, si sabemos dónde… -Salté yo.
-No, nunca se sabrá. –Me interumpió. -Y aquí si requiero de toda su fe en mí. No le confundiré: ¡Palabra de Martinico!: -Comprendimos que no era tumba digna de él y que para compensar su infortunio y tanto sufrimiento, merecía que todos los días, y hasta la Eternidad, sus huesos pudieran contemplar la Alhambra.
Dicho esto, y tras ultimar la limpieza de sus lentes, se ajustó el sempiterno sombrero de color ala de mosca y se despidió gentil, caminando con extraña y nerviosa agilidad carretera abajo hasta perderse tras la sospechosa neblina que rápidamente lo cubrió todo, dejándome, como siempre, entre la duda de si fue o no real su presencia y esta conversación.
NITO
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4 comentarios:
Muy interesante.Ya sabes que para quitar un " San Benito " de tantos años no es fácil pero has sido valiente .Saludos y buen finde
Muy interesante saber que "ni lloró ni suspiró" y que además nunca salió de Granada. Cuanto se aprende siempre contigo.
Y el poema de P.A. de Alarcón, otro hallazgo valioso. Gracias.
Un abrazo.
KITIYI.
No puedes negar de donde vienes pues solo los que hemos practicado la docencia con alumnos de NEE sabemos como hacer que trasmitir conocimientos sea como un divertido juego, Me ha gustado mucho tu artículo y pones de manifiesto algo que hacemos con demasiada frecuencia cual es el manejo de la Historia según nuestra convenencia e interés y asi nos vá.Un abrazo
Lo que Nito nos dice es que no lloró ni suspiró en aquel lugar. Si acaso se le escaparía un suspiro, como un membrillo de grande, pero de relajación: -¡Ahí sus quedáis, so malafollás...!
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Pero sí, había llorado y penado mucho como rey sin reino. Sólo hay que recordar sus apelativos históricos: El Pequeño, el Desgraciado, el Cautivo, el rey sin Reino…
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Y lo que -poéticamente- Nito nos dice en boca de “Martinico” no es más que un deseo oculto que a todos los granadinos nos hubiera gustado que sucediera. Aunque sólo fuera por justicia. ¡Y tanto que cuesta desmontar un “san Benito”…!
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PEPE MARÍN
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