A comienzos del siglo XX era frecuente ver
paseando por el madrileño parque del Oeste a una anciana menuda y frágil, pero
altiva y elegante. Residía en Inglaterra, pero cuando arreciaba el frío del
invierno británico viajaba a España y se instalaba en el palacio de Liria junto
a sus sobrinos los duques de Alba. Los viandantes la miraban con admiración y
una cierta lástima. Sabían que lo había tenido todo y que todo lo había
perdido. Se llamaba
Eugenia de Palafox y Portocarrero, y fue la última emperatriz de Francia.
LA EMPERATRIZ OLVIDADA
Por
los periódicos granadinos del 10 de julio de 1919, se enteró la ciudad de la
muerte en Madrid, en el palacio de Liria, propiedad del duque de Alba, su
familia más cercana, de la que había sido Emperatriz de los franceses, Eugenia
de Montijo.
Granada,
donde había nacido el 5 de mayo de 1826, la había olvidado hacía tiempo. El
mundo también. Habían pasado tantas cosas y tantos años desde que esta
granadina hermosa y fría se había casado, en 1853, con el Emperador Napoleón
III, ocupando con él el trono imperial de Francia durante diecisiete años. Ya
sólo los muy viejos recordaban aquel cuento de hadas.
Una
guerra humillante para Francia había destronado, en 1870, al matrimonio,
empezando el largo peregrinar de esta mujer, que, sin duda, vivió una de las vidas
más intensas en su época de esplendor, para pasar después, viuda y muerto el
hijo, casi cincuenta años, siempre sola, entre recuerdos.
A Granada había venido en contadas ocasiones a lo largo de tanto tiempo y eso que la ex-emperatriz viajaba continuamente. Casi siempre en su yate "I´Aiglon'' (El Águila), con el que paseaba a menudo por el Mediterráneo. Recalando en Málaga y Gibraltar con frecuencia, dos veces la granadina quiso volver a su tierra. De la primera de estas visitas hay constancia en el libro de honor de visitantes de la Alhambra, donde aparece su firma como condesa de Pierrefonds.
Era en mayo de 1877 y aún vivía su hijo, que moriría en África, dos años después acribillado por las flechas de los zulúes, en la guerra que allí sostenía Inglaterra. Diecinueve años tardaría en volver. Esta vez, en 1896, se había hospedado en el hotel Siete Suelos y había querido visitar la casa donde había nacido, el número 12 de la calle de Gracia, setenta años antes. Allí pudo leer —hoy le resultaría casi imposible— la lápida colocada para recordar el hecho:
“En esta casa nació la ilustre señora Dª. Eugenia de Guzmán y Portocarrero, actual Emperatriz de los franceses. El Ayuntamiento de Granada, al colocar esta lápida, se honra con el recuerdo de su noble compatriota. Año 1867”.
Todo muy acorde con el lenguaje altisonante del S. XIX.
La
ex-emperatriz no había vuelto más. Sobrevivió hasta una edad muy avanzada. Era
un verdadero prodigio de vigor en una época en que no era frecuente sobrepasar
los 70 años. Ella llegó a los noventa y tres, longevidad excepcional entonces.
Incluso un año antes de morir, el Dr. Barraquer la había operado de cataratas en
Barcelona y había vuelto a leer como si nada.
La
historia la trató, como siempre, de manera desigual. Desde sus adictos, que
resaltaban sus iniciativas y su clara inteligencia, a los detractores que la culparon
de la derrota francesa de 1870 frente a Prusia, a causa del entrometimiento de
la Emperatriz en los asuntos de Estado. En 1919, a su muerte, los periódicos
granadinos no fueron excesivamente extensos sobre el trema. Igual que los del resto del mundo. La
mayoría de la gente, en realidad, ya creía muerto el personaje.
Se encontraba en Madrid
preparando su regreso a Inglaterra, cuando un atardecer del 10 de julio de
1919, se sintió repentinamente indispuesta. No pensaba, al acostarse, que
hubiera llegado la estación terminal de su largo trayecto de 93 años. Su cuerpo
fue transportado a Farnborough.
La azarosa vida de esta mujer española
que fue emperatriz de Francia, su figura tan popular por la aureola romántica y
legendaria que la envolviera siempre, las horas felices, cuando el Imperio
estaba en el cenit; los días amargos del exilio, de la muerte del hijo; su
temperamento apasionado y su entereza ejemplar la convirtieron en un mito. En
el pueblo aún pervive su recuerdo cantado en coplas de gran belleza literaria:
«Eugenia
de Montijo,
qué
pena, pena,
que
te vayas de España
para
ser reina.
Por
las lises de Francia
Granada
dejas
y
las aguas del Darro
por
las del Sena.
Eugenia
de Montijo,
qué
pena, pena...».