COMIENZA EL CAMBIO
Las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población, la clase trabajadora, eran ciertamente penosas. Familias acumuladas en viviendas de escasos metros, sin apenas ventilación, ni higiene, ni nada que se le pareciera; mal alimentadas, en paro casi permanente o con jornales de miseria. Aunque algo empezaba a cambiar en aquella desesperanza general. Ya había sociedades obreras de diversos oficios, hasta entonces absolutamente desprotegidos. Funcionaban sociedades de sombrereros, de planchadoras, de albañiles, de carpinteros, de pintores decoradores. Ya se agrupaban los trabajadores en sociedades de las que recibir, en situaciones de necesidad –casi continuas– no sólo apoyo en la defensa de sus intereses laborales, sino también pequeñas ayudas para medicinas o alimentos.
El tranvía de cremallera en los bosques de la Alhambra
Estaban, recién llegados, unos inventos llamados a mejorar sus
ociosas existencias. De los primeros en llegar, y de los más trascendentes, el
de la electricidad. Precisamente el años que nos ocupa, se constituyen dos
compañías eléctricas granadinas: “Electra de Órgiva” y “Eléctrica de la Vega
granadina”. Hasta entonces, el alumbrado de las casas acomodadas había sido por
gas. También el de la calles era por gas desde 1866. Lo tenía a su cargo la
empresa “Eugenio Lebón y Cía”, que repartía el suministro para un total de
2.000 farolas distribuidas por la ciudad. La misma compañía también suministraba
un incipiente alumbrado eléctrico urbano y, en 1902, ya tenía instalados medio
centenar de focos callejeros, casi todos por el centro. A la compañía Lebón le
había surgido una seria competidora en 1892, una empresa fundada con capital
granadino, la “Compañía General de Electricidad”, que pronto construyó diversas
centrales hidráulicas aprovechando las corrientes de los ríos Genil, Maitena,
Monachil y Cubillas. Claro que, como a menudo ha sucedido y sucede entre
nosotros, las nuevas ideas son acogidas con suspicacia y se les vaticina poca
duración. Y eso le ocurrió a la electricidad. A pesar de sus obvias ventajas,
más sencilla, más barata, más rápida, menos peligrosa, mejor luz, etc., el
color mortecino de aquella primera luz eléctrica no acababa de convencer a
mucha gente, que siguió alumbrándose con gas cierto tiempo. Aquella
electricidad recién llegada, era neblinosa y sorprendente. Y en las calles, los
padres se detenían con sus hijos de corta edad y señalándoles los delgados
cables eléctricos les decían: “Mira, hijo, aunque no lo parezca, por ahí viene
la luz”.
OTRA NOVEDAD En 1902, con el teléfono venía a suceder lo mismo y buen número de granadinos – de clase acomodada, naturalmente, los únicos particulares que podían permitírselo – casi ni lo tomaban en serio. Una novedad curiosa, quizá, y poco más. Pero desde 1890, o sea, catorce años después de que Graham Bell hubiera conseguido la transmisión a distancia de la voz humana, ya había en Granada dos compañías telefónicas: la “Peninsular” , con oficinas en el número 46 del Zacatín, que atendía las comunicaciones con el resto de España; y la “Sociedad Telefónica de Granada”, encargada de las necesidades del servicio urbano, que tenía su sede en el piso tercero del edificio que entonces ocupaba en sus bajos el popular café del Callejón, entre las calles Mesones e Hileras. Los primeros en usar el teléfono habían sido, como en todas partes, los organismos públicos y las redacciones de los periódicos. Luego llegaron a usarlo también los particulares, pero más despacio. En 1902, en Granada, había instalados unos 200 teléfonos. El número 1 era el del Arzobispo; el gobernador tenía el número 6 en su despacho; y el rector el número 143, en la Universidad. Las instrucciones que las compañías daban a los usuarios del nuevo invento, eran de lo más pormenorizadas. Y así se les advertía: “El abonado, después de aplicarse el teléfono al oído, deberá empezar diciendo siempre: ¿Quién llama?”… Como sucedió con otros artilugios técnicos, el teléfono despertó en sus comienzos no poco recelos. Sobre todo en las señoras, porque las pobres pensaron que el teléfono podría acabar con el placer de las visitas.
Y es que, entonces, las familias de posición social se visitaban. En un curioso manual de urbanidad de la época, se hacían recomendaciones inefables como éstas: “Las visitas no deben hacerse por las mañanas, ni a las horas de almorzar o cenar; no se deben llevar animales domésticos o niños revoltosos, sin pedir disculpas previas; es elegante llevar algún pequeño obsequio, por ejemplo, alguna golosina para merendar”. Y aún se añadían más detalles de etiqueta: “El que hace la visita es el que inicia la maniobra que la da por finalizada. Por lo general conviene realizarla en dos etapas. Primero se insinúa que conviene retirarse. Los anfitriones hacen un mohín de desagrado. Pasado otro ratito, se aceptará ya la decisión de levantarse” por cierto que este manual de urbanidad lo había escrito el más célebre cronista de sociedad de la época – se firmaba “Montecristo” en las página de la revista “Blanco y Negro” -, que era gran amigo de la marquesa de Esquilache, a la que solía acompañar cuando esta señora venía a descansar a su hermosa finca de Motril. No está de más precisar que Motril, en 1902, atravesaba una situación social tan injusta y dolorosa como la de la capital. Precisamente un año antes, en 1901, dos mil trabajadores desesperados incendiaron la fábrica azucarera motrileña “Santa María”, de la familia Larios, en protesta por los precios miserables a que se pagaba la caña a los campesinos.
NITO
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