UNA MIRADA A LA GRANADA DE 1902
En el corazón de África había terminado
la guerra de los “bóers”, que había tenido a raya el inmenso poderío militar y
económico de Inglaterra durante algún tiempo.
En América, los Estados Unidos habían
dado una primera muestra de sus verdaderas fuerzas y de sus verdaderas
intenciones, haciéndose con Cuba después de habérsela arrebatado a España en el
aciago 1898. Pero Europa todavía seguía siendo protagonista de la marcha del
mundo y Europa, afortunadamente, vivía años de paz.
Francia, Inglaterra y Rusia, de un lado,
Alemania y Austro Hungría, de otro, se enseñaban los dientes, pero aún eran
sonrisas más que amenazas.
En España hay un nuevo rey: Alfonso
XIII, jovencísimo, de dieciséis años, apuesto, simpático. Y ya se sabe: un rey
nuevo es siempre una esperanza. Falta le hace la esperanza al pobre y padecido
pueblo español de 1902, aún acongojado por el desastre de la pérdida de las
últimas colonias, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, tan solo cuatro años antes.
En 1902 se registra una novedad en los
teatros: las luces de la sala se apagan durante la representación y sólo se
mantienen encendidas las luces de la batería. Así, la concentración de los
espectadores se concentra en la escena. Ha sido una feliz iniciativa de la
eminente actriz María Guerrero. Es el mismo año, en que los gobernadores
civiles imparten un decreto, por el cual, las señoras tendrán que despojarse de
sus sombreros en los patios de butacas, para no impedir la visión del escenario
de los espectadores que están sentados detrás. Hasta ahí ha llegado la
voluminosidad de los sombreros de las damas de la época.
NUESTRAS EXPECTATIVAS
Pero, ¿cómo era Granada
entonces, cómo era aquella sociedad granadina de nuestros abuelos?
En 1902 – según el censo de 1900 – la
capital granadina tenía 75.522 habitantes de derecho y 75.807 de hecho, y la
provincia 494.449 y 492.460, respectivamente. No era de las ciudades
demasiado populosas, como empezaban a serlo ya Oviedo, Bilbao o Zaragoza, pero
tampoco de las extremadamente pequeñas, como Jaén, Badajoz o Burgos. El
ayuntamiento no podía hacer milagros con un presupuesto de
2.440.142,14 pesetas anuales, de las que la nómina de los empleados
suponía 91.388 pesetas. Como detalle, digamos que los gastos de representación
asignados al alcalde, eran de 5.000 pesetas al año. A aquel
Ayuntamiento -como a todos - ya le llovían las protestas
ciudadanas, sobre todo por el mal estado de las calles. “Si el Ayuntamiento
cuidara las calles – denunciaba el periódico “La Publicidad”– las calles
estarían adoquinadas y limpias, y se podría circular por ellas sin ser
atropellados por carruajes a demasiada velocidad o por mozos de cuerda
caminando cargados por las aceras, sorteando los grupos de gente parada y los
vecinos sentados a las puertas”.
La verdad es que ya entonces – tal
como desgraciadamente sigue sucediendo ahora -, hacían caso omiso de la
ordenanzas municipales. Se dictaba aquel año, precisamente, una que exhortaba a
las mujeres a no sacudir las alfombras sobre la calle cuando pasara alguien, y
en la revista “El Triunfo” aparecía un chiste donde un transeúnte iracundo
increpaba a la del balcón con estas palabras: “¡Ya podría usted mirar donde
sacude y no hacerlo cuando paso por debajo!”. Y la mujer respondía: “¡Pues ya
podría usted no pasar cuando ve que voy a sacudir la alfombra!”
En aquella Granada había poco más de 600 calles, comprendiendo las callejuelas y los callejones; y casi un centenar de plazas y placetas, de estas últimas la mayoría repartidas por el barrio del Albaicín. No existían entonces las “Páginas Amarillas” de las “Guías Telefónicas”, pero sí, en cambio, los inestimables “Anuarios” que publicaba Luis Seco de Lucena, fundador y director del periódico “El Defensor de Granada”, con la relación de comerciantes y profesionales de la población. Por ellos sabemos que, en el año 1902, había en Granada capital ocho notarios en ejercicio, veintidós procuradores, otros tantos farmacéuticos, sesenta y nueve médicos colegiados, cuarenta y un catedráticos titulares de Universidad, tres dentista, cuatro libreros, … En aquella reducida sociedad, qué duda cabe que se conocían todos en mayor o menor grado. Pero se conocían también igual los trabajadores de los distintos oficios: abaniqueros, alpargateros, bastoneros, guanteros, botineros, camiseros, cocheros, sombrereros, tintoreros. Hoy son oficios desaparecidos, pero entonces reunían en su conjunto un censo laboral anónimo nada desdeñable, si bien mucho menor que los albañiles, los camareros, los campesinos y los dependientes de comercio, que formaban, sobre todos, los núcleos más considerables de trabajadores.