Desde mediados del siglo XIX, y hasta muy entrado el siglo XX, el agua de Granada, aunque hoy nos parezca increíble, tuvo fama de mala calidad y de propagar graves enfermedades como el tifus.
En 1576, cuando se imprimió en la ciudad alemana de Colonia la célebre obra “Civitatis orbis terrarum”, de Braun, tan rica en vistas y descripciones de las poblaciones más importantes de la época, Europa se quedó sorprendida al conocer que, en el extremo sur occidental del continente, había una ciudad, Granada, capital de un viejo reino hasta poco antes musulmán, ya cristiano, que disponía en su interior y en su más cercano entorno de una riqueza natural abundante y bien distribuida entre los habitantes.
Aquélla riqueza eran los numerosos caudales de agua de la ciudad. “En el espacio de mil y veintisiete pasos –podía leerse- nacen 36 fuentes”.
Aquello pareció exagerado, cuando ciudades más importantes, construidas siempre junto a grandes ríos, se las veían y deseaban para conseguir suficientes tomas públicas de agua para sus vecinos. Optaron por no creérselo. Siglos después, el Padre Juan de Echevarría se tomó la molestia de contar las dichosas fuentes y aún le salieron más.
Los árabes fueron los primeros en valorar cumplidamente la riqueza de aguas de la tierra granadina. Es natural que así fuera. Propio de raza sedienta durante siglos en los arenales del desierto. Aquí se creyeron en el paraíso y acaso lo estaban. Se convirtieron en arquitectos e ingenieros del agua, conduciéndolas desde las acequias, por una red de canales, canalillos y todo tipo de conducciones, hasta las fuentes, estanques, aljibes y pilares, que dispensaron no sólo por los interiores domésticos, sino también por las cisternas, lavaderos y baños de la ciudad.
El grado de aseo e ingiere corporal de los musulmanes granadinos fue proverbial y habría que remontarse a la antigua Roma para encontrar precedente. ¡Al fin sobraba el agua en sus vidas y en sus campos!
Bosque Maurel decía que “en Granada la dominación musulmana creó la primera red de abastecimiento de agua potable, durante siglos enteros sin igual en todo el mundo”. Era cierto, en plena dominación islámica, el escritor árabe Al Sacundi, subrayaba que “Granada se distinguía por la peculiaridad de su rio, que reparte por sus casas, baños, molinos y jardines”.
Recién tomada la ciudad por los cristianos, en 1494, el viajero veneciano Jerónimo Münzer le sorprendía también que “en Granada, casi todas las casas están provistas de cisternas y dos cañerías, una agua potable y otra para las letrinas, pues los árabes cuidaban mucho de estos menesteres”.
La leyenda negra
Sin embargo, a comienzos de este siglo XX, y desde mediados del anterior, la mala fama del agua de Granada era generalmente, reconocida. A pesar de que, desde Carlos V, no sólo se cuidó de fijar sus precios, sino también de garantizar su potabilidad.
“ Otrosí mandamos y ordenamos –decían las ordenanzas- que cualquiera persona que echase en las acequias o cauchiles o maneses o pilares o azacayas alguna bacinada o perro o gato o gallina, o otra cosa muerta, o otra suciedad alguna, o metiere o lavare bacín o otra cosa semejante que aya de pena tres mil maravedíes e que esté veinte días en la cárcel y si no tuviese de que pagar queesté cincuenta días…!
Todo se reglamentaba debidamente en aquéllas Ordenanzas del Emperador, que estaban vigentes al llegar nuestro siglo.
Lo único que el Emperador no podía anticipar es lo que ocurrió mucho después. Que todo aquel perfecto, reciente, vasto y complejo entramado de conducciones, caños, desagües, se vería gravemente afectado por el paso del tiempo y por falta de las atenciones requeridas en cada momento. “Sobre todo –afirma Bosque Maurel-, a partir del siglo XIX, la venerable antigüedad del sistema empezó a resentirse, siendo cada vez más frecuente los problemas en el suministro y en la salud de los consumidores, a menudo afectados de innumerables procesos infecciosos”.
Era la verdad. Durante varios siglos había funcionado con regularidad el sistema de doble red de cañería para aguas potables y de desagües trazado y puesto en práctica por los árabes. Pero toda aquella auténtica filigrana estaba hecha de barro (atanores), lo que hizo particularmente vulnerable. Ya por 1850 se tenía conciencia de que las conducciones, darros, cañerías, acetres, etc., tan rudimentarios como en día lejano de su construcción, necesitaban un arreglo, cuando no una sustitución.
“Alguna vez, en los acetres –escribía Eduardo Molina Fajardo- aparecía un perro ahogado y entonces se renovaba el clamor de las columnas periodísticas, removiendo el problema de las aguas potables”. Un serio problema cuya solución iba a tardar un siglo.
Aguadores y fuentes.-
Los largos años de la leyenda negra del agua granadina fueron los del auge de los aguadores, personajes simpáticos y populares unidos para siempre recuerdo de Ganivet y de la Granada de su tiempo.
El autor de “Granada la Bella” defendió apasionadamente a aquellos hombres que bajaban el agua de la Alhambra o la traían del Avellano en garrafas colocadas a ambos costado de sus burros. “En Granada -escribía Ganivet- un aguador tiene que ser a su modo un hombre de genio.
“¡Acabaica de bajar la traigo ahora!”, ¡“Fresca como la nieve!”, “¡De la Alhambra, quien la quiere!”, “¡Buena del Avellano, buena!”… “Centenares de pregones incitantes, hiperbólicos, -decía Ganivet-que concluyen por obligar a beber.
Hasta muy entrado nuestro siglo continuaron los aguadores su sencillo y simpático cometido callejero. Y los kioscos de agua, algunos de los cuales, en Plaza Nueva o en la Carrera del Genil permanecieron abiertos bastante tiempo después de la guerra.
Había desaparecido mucho antes la fama de medicinales que disfrutaban algunas fuentes de Granada, tales como la de Montoya, entre Granada y Alfacar, que hacía desaparecer las calenturas; la del Rey, que era milagrosa para los dolores de muelas; la de la Culebra, que resolvía los peores cólicos con dos vasos; o la de Fuente Nueva, cuyas aguas volvían hambriento al más inapetente.
Aún siguieron en uso durante siglo XX, bastantes años, los viejos aljibes, antiguamente tan utilizados por el vecindario. Aljibes con nombres de sonoras resonancias granadinas; religiosas, como el de San Nicolás, el de las Tomasas, de San José o del Salvador; poéticas y curiosas, como la del Gato, el de la Gitana, el de la Vieja, el de la Cruz de Piedra.
En pésimo estado de conservación, estos y otros aljibes llegaron hasta fechas recientes. Oportunamente, en 1984, el Ayuntamiento emprendió la tarea de recuperarlos y lo hicieron muy bien Antonio Orihuela Usaz y Carlos Vílchez Vilches, que tuvieron a su cargo una labor tan necesaria que ha evitado sin duda la desaparición de estas reliquias de nuestra evolución urbana.
Contemporáneo de los aljibes, fuentes y pilares, los aguadores y las panzudas tinajas de las casas, algunas de bastante capacidad, fue otro personaje que resulta indispensable mencionar cuando se habla del agua en Granada: “El cañero”. Hubo quien definió a estos operarios como “una auténtica masonería, cuyos miembros llegaron a ser virreyes en la vida cotidiana”. Dada la importancia del cometido de estos hombres, muy posiblemente desorbitarían su función, excediéndose en bastantes casos
Eran figuras importantes de la situación y lo sabían. Algunos lectores recordarán a aquellos hombres, con sus brazos arremangados “tomando el pulso húmedo de la tierra”, como decía Eduardo Molina Fajardo. Los consideraba “sucesores de los canaguis moriscos”. Y perduraron hasta nuestros días, como quien dice, “con sus largas y vibrantes medias cañas hurgando en los partidores”.
Fin de la leyenda negra.-
En 1876, apretado con una situación de sanidad pública más y más agobiante cada día –se suceden epidemias de tifus por aquel tiempo-, el Ayuntamiento, al fin, aprueba un proyecto de abastecimiento público de aguas. Será el primero de una interminable lista de proyectos que se suceden a lo largo de muchos años –nada menos que diez hasta 1923- , sin que ninguno de ellos se ponga en marcha.
“El sistema de conducción de aguas de la ciudad –aduce Cristina Viñes-, viejo ya y desfasado de las necesidades del momento, venía siendo tema debatido por todas las Corporaciones Municipales, debido sobre todo a la poca salubridad de las aguas y al peligro de propagación de enfermedades infecciosas”.
Habrá que esperar al primer Ayuntamiento de la Dictadura Militar del general Primo de Rivera, para que la ciudad conozca la ubicación de un Real Decreto Ley por el que se declara de utilidad pública el abastecimiento de aguas de Granada. Es el Alcalde el Marqués de Casablanca. Bajo su presidencia se abre un nuevo concurso de proyectos. Durante varios siglos, el suministro de agua ha sido posible gracias a los caudales del Darro, la fuente de Alfacar y otras y, sólo en escasa proporción, agua procedente del Genil. En 1924, los proyectos que examina el Marqués de Casablanca apuntan como más práctico el aprovechamiento de los recursos de la cuenca alta del Genil. Pero como los ayuntamientos y el Estado son tardos para reunir los recursos económicos, resulta que las obras no se subastan hasta cuatro años más tarde, en 1928. Con la República prosiguieron, pero muy lentamente.
La guerra de 1936 sorprende los trabajos sólo con el canal entre Pinos Genil y la ciudad y los depósitos, uno en Lancha de Cenes y otro en el Cercado Bajo de Cartuja recién acabados.
Gallego Burín desde 1940, trabajaría infatigablemente por conseguir resolver el problema de una vez por todas. Él sabía, y sabía muy bien, la urgencia de acabar con aquella leyenda negra por demás justificada, con el fantasma del tifus afectando a la población y ahuyentando a los viajeros, con el nombre de Granada mencionado con un asterisco de prevención porque el agua que se consumía carecía de garantías de potabilidad.” Es la pesadilla constante y el agobio angustioso de toda gestión”, decía el alcalde. El 27 de abril de 1940, aprobó el Ayuntamiento la liquidación General de las obras ejecutadas y el 22 de junio son sacadas a subasta las obras de terminación de las redes de agua potable y alcantarillado. Son fechas ciertamente históricas en la Granada del siglo XX.
Julio Juste, estudioso de esta etapa, subraya para que no caigan en el olvido, hasta las pesetas que importaron las tales obras: 31.707.436,35 pesetas. En 1950, Gallego Burín podía sentirse orgulloso. Era él quien culminaba el largo y enojoso proceso empezado un siglo antes. “Por una vez -escribía Eduardo Molina Fajardo a la muerte del Alcalde-, renegó de lo tradicional, utilizando por inadecuadas las conducciones de agua y las alcantarillas que habían sido tendidas a través de la ciudad por los musulmanes”.
La “leyenda negra” del agua de Granada quedó extinguida a partir de entonces. Ya nadie escatimaría elogios a la calidad del agua granadina. Resulta anécdota lejana que, en 1919, Manuel de Falla anunciaba su visita a Granada a su amigo Ángel Barrios y le preguntaban con recelo: “A propósito: ¿qué hay del tifus? Supongo, por lo que leo, que hasta ahora se trata sólo de una falsa alarma”.
¿Duda alguién que la ciudad de Granada tiene la mejor agua de Europa?
NITO
BIBLIOGRAFIA.-
Bosque Maurel.- “Geografía urbana de Granada”
Angel Ganivet.- “Granada la Bella”
Juan Bustos.- “Granada, un siglo que se va”
5 comentarios:
Por suerte o por desgracia yo he vivido los años previos al agua potable y la llegada de esta; a mediados de los cuarenta ya se extendía por la mayoría de los barrios. Hasta entonces era indispensable tener el pipo colgado del gancho, donde hubiera corriente de aire para mantenerlo fresquito. Los mejores eran los de la Rambla, cerca de Montilla. Para estrenarlos había quien le añadía al agua una copa de aguardiente; otros mantenían en su interior una alcayata de hierro porque opinaban que le daba buen sabor al agua y la hacía más fina. Y no podemos olvidar la redecilla primorosa de croché para tapar su boca ancha y el espiche de madera para taponar el pitorro. Y de chupar nada, había que beber a caliche, aunque se te fuera el chorro camisa abajo hasta el ombligo. Doy fe que esto era así y por eso lo digo. La Murga nos trae unos recuerdos que inevitablemente nos llevan y se encadenan a otros.
Me ha encantado por lo bien documentado y la difusión que haces de un tema tan importante como es el uso del agua con la facil que es hoy abrir el grifo y tener agua en condiciones estan lejos los tiempos en los que Granada venía en lops mapas turísticos con un punto negro por el tifus.
Me gusta la referencia a la importancia de la cultura árabe en lo referente al uso del agua, cuando en Al-Ándalus existián baños, una red de aljibes y un sistema hidráulico en Europa era impensable por eso cuando vienen a Granada el alemán Jerónimo Munzer y el italiano Andrea Navagiero se quedan sorprendidos.
Me acuerdo de ver a los cañeros con sus cuerdas de esparto repartiendo el agua por la distintas zonas de Granada.
Mi enhobuena y un abrazo.
Antonio Montufo Gutiérrez.
Como siempre me ocurre con La Murga, después de leído el tema, me entra la inquietud y el afán de completar más.
Y esto ha sido así, hasta toparme con una interesante carta:
El 24 de enero de 1610 la ciudad de Granada se dirigía a S.M. el Rey D. Felipe III de España en una carta en la que, entre otras cosas, se decía:
“... que para la conservación de los conductos de el agua de la Alhambra, Generalife, Audiencia Real y casas particulares, que son una infinidad de cañerías, se han ocupado siempre unos cincuenta moriscos cañeros y ellos y no otros saben los ramales y los que en estos se debe hazer por ser officio de gente humilde, que si faltan los dichos moriscos quedaría la ciudad y los dichos conductos en estado de perderse...”
Yo, por razones de edad, no conocí a los cañeros: Gentes horadas y prepotentes que, con su brazo arremangado como signo de autoridad y provistos de medias cañas, llaves del agua y estopa, recorrían la red hídrica.
Imagino que lo de “con una soga de esparto, repartiendo agua”, como afirma el Sr. Montufo, ha sido un lapsus.
SANDIRA
Mi abuelo me decía….. ¡Si esos muchos que, según dicen, no beben agua supieran las delicias que encierra tirarse al coleto un vaso de la del Avellano, de los Aljibes de la Alhambra, o de la fuente de la Bicha…!. Pero no bebérsele así como así, de cualquier modo, sino empleando el ritual que para cualquier granadino de antaño tenía esa operación con su preparativo preliminar.
Son muchos, innumerables los bebedores de vino que no saben beberlo, porque el vino, como las salutíferas aguas que brotan en los manantiales de nuestras sierras, hay que saberlas beber. Es posible que en los vinos que se nos sirven, entre alguna composición que no ha sido extraída precisamente de las cepas, que por algo es viejo el refrán de que de todo hay en la viña del Señor, pero nuestras aguas, las que brotan en las sierras granadinas, tomadas en su nacimiento, como si dijéramos servidas por el propio cosechero, que en este caso no es otro que el que creó todas las cosas, no tienen, no deben tener más estimulantes para deleitarse con ellas al consumirlas que la magia que se encerraba en aquel cacharro de hojalata que llevaban sujeto a su barriga los aguadores granadinos o que recibíamos en la palma de la mano suministrado por Beatriz, que era dueña del kiosco del Barco, instalado en plena Puerta Real, al borde de la acera del viejo café Suizo. Hoy convertido en una hamburguesería ¡Aquel fregoteo del vaso haciéndole crujir y el lanzamiento del agua como si fuera una fuente cristalina que brotaba del interior del recipiente!. Un “puñaico” de anises y en seguida….. se nos hacía la boca agua. Y cuánta razón llevaba mi abuelo, sino... ¡Anden, hagan ustedes la prueba y verán lo que es bueno!.
CUCA
Me estáis resfriando el estómago con tanta agua, aunque reconozca que Granada tiene una de las más finas si no fuera por cierto toque calcáreo.
Reconozcamos que el vino es mejor, sobre todo a la hora de la inspiración poética, y no digamos para las relaciones interpersonales: ¡Probemos con agua (aunque sea del Avellano)y veréis qué ruina...!
ERMITAÑO BEBEDOR.
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