martes, 20 de septiembre de 2016

CASTRIL Y LAS ORZAS DE ORO



Sobre el  mito del oro escondido, yo no he visto tierra más rica y que se preste tanto a la fantasía más desbocada, que la nuestra.

Ahí están los tesoros de moros, moriscos, judíos y piratas que  permanecen ocultos en montañas, cuevas, sótanos y murallas de Granada. Leyendas e historias de grandes riquezas abandonadas tras la conquista de Granada y la guerra de las Alpujarras esperando lindamente a que te topes una mañana con ellas. 


Lógicamente esto no es exclusivo de Granada y sus pueblos. Ni siquiera de nuestra geografía hispana.  Los Antecedentes más remotos que conozco sobre el mito del oro escondido los encontré en “Las Metamorfosis”  de Apuleyo, que, según Agustín de Hipona, se conocía como El asno de oro (Asinus aureus)  que, por cierto, es la única novela latina completa que se ha podido hallar. Fue escrita en el siglo II d. C., y que acaso, tampoco era original, porque  era a su vez, una adaptación de un original griego.


Para remediar el caso y calentarnos más los sesos, viene  Morayma, la esposa de Boabdil, y esconde sus más preciadas pertenencias en los alrededores del castillo de Mondújar. Poco antes su suegro, Muley Hacén, mandó buscar tres diamantes negros escondidos por Alhamar, en grutas de las altas cumbres de Sierra Nevada, mientras Aixa, su esposa despechada, dejó su ajuar en los muros del castillo de Salobreña, y años más tarde, con la expulsión de los moriscos y judíos, los cerros de Granada, la Alpujarra y tierras del noreste y del poniente, se llenaron de recónditos escondrijos en los que ocultaron orzas repletas de monedas de oro y piedras preciosas que aún esperan a ser recuperadas cuando, algún día, las familias vuelvan de su destierro centenario.



En esta ocasión vamos a relatar una leyenda que nace, al parecer, en Castril, aunque se podría haber atribuido a cualquier pueblo de la zona.
Situada en la zona más suroccidental de la comarca de Huéscar y reubicado en las faldas de un gran peñasco se encuentra Castril (de la Peña). Los romanos fueron los primeros que la utilizaron como protección en un campamento militar que con el paso del tiempo se convirtió en villa. De hecho, su nombre podría derivarse del término latino “Castrum”, campamento.
De paisajes espectaculares, es su sierra uno de los referentes más atractivos para los amantes del senderismo, con rutas de belleza singular que sumergen al viajero en una naturaleza ancestral. La visita a este precioso pueblo fue un verdadero placer. En el pueblo, de calles serpenteantes y casas encaladas, me condujeron a la iglesia de Nuestra Sra. de los Ángeles, que me facilitó la entrada a través de la Puerta del Sol al castillo de la Villa, una fortaleza mítica en un paraje extraordinario.



La leyenda de Castril y las orzas de oro.

 Así nos lo narra  J. Manuel Fernández Martín en sus “Leyendas de nuestros pueblos, Libro III”.

"Evaristo era un colono de los que siempre se quejaba por todo: del tiempo, de la tierra, de poco dinero que ganaba, pero sobre todo de la casa que le había tocado en el reparto que del suelo hizo el señor de Zafra; siempre decía: “la más vieja y destartalada me tocó porque algunos han hecho trampa en el sorteo”. No sólo se quejaba de su mala estrella sino que también, para colmo de males, era tacaño y avaricioso. Todo lo que ganaba como talabartero arreglando alpargatas, espuertas o correajes de cuero, lo tenía a buen recaudo, gastando lo sucinto para ir tirando, pues su intención era derribar aquella vieja casa que le había tocado en suerte y sobre sus cimientos, hacer una nueva con todas las comodidades.

Un día de frio invierno apareció por el pueblo un viejo ciego con un lazarillo de doce o trece años que se buscaban la vida cantando romances de las gestas que los poderosos realizaron en la guerra de Granada. En la plaza del pueblo donde se unían las calles baja y alta había un gran olivo que le servía de apoyo a los dibujos que acompañaban el romance, mientras el zagal pasaba una escudilla a los espectadores que soltaban,con alguna dificultad, unos pocos maravedíes para sustento del trovador y acompañante. Esa mañana estuvo floja de recaudación y decidieron abandonar el pueblo al día siguiente. Antes de partir para Huéscar, el viejo ciego Ramón se acercó al taller de Evaristo para que le arreglara las albarcas que de tantas leguas andadas sus suelas se convirtieron en dos láminas tan finas como el pellejo de una breva.



-Buen día nos de Dios. –dijo el viejo ciego, tanteando con su callado el quicio de la puerta. –Evaristo los miró con desdén y dijo: -¿qué quieres viejo? Aquí no hay nada que te pueda dar.
-No vengo a pedir sino a dar, según me han informado en el pueblo, usted arregla las alpargatas y mire como tengo las mías.
-Los arreglos valen dinero… ¿Tienes para pagarme?
-Por eso no se preocupe, la mañana ha sido buena y el señor de Castril le ha gustado el romance que le he cantado de sus antepasados y mire usted con lo que me ha recompensado. Mostrando una bolsa de doblones de oro que puso los ojos del talabartero tan abiertos como dos espuertas. “Con aquella bolsa podría arreglar su casa y algo más”, pensó el rufián.
-Siendo así no hay problema, sólo tiene que esperar un poco aquí sentado mientras yo le arregló las suelas, pero antes voy a mandar a su zagal a por un cuartillo de vino para que nos caliente un poco, pues aquí hace un frió de mi diablos.
-Así se deshizo del muchacho con el único fin de darle el cambiazo a la bolsa del ciego por otra llena de arandelas metálicas que utilizaba en el taller para sus trabajos. Todo fue a la perfección y al poco rato las alpargatas estaban listas y el ciego en la puerta le preguntó cuánto le debía.
-Por esta vez le voy a regalar el trabajo, bastante tiene con el ir de aquí para allá con este tiempo.
-Pues lo dicho, amigo talabartero. -Le dijo cogiéndolo con una mano huesuda y ojos velados, mirándole directamente a la cara.
-La fortuna te sonreirá y pasará por aquí, más como el agua que llega la acequia, tu estrella seguirá sin que tú lo sepas.-Después dieron media vuelta, cruzaron la acequia y se perdieron entre los huertos de la vega.


Aquellas palabras dejaron desconcertado a Evaristo que pronto recuperó el ánimo al sentir la bolsa del viejo en su jubón. No tardó mucho en comenzar las obras de la casa y cuál fue su sorpresa cuando encontró dos orzas de barro de mediano tamaño, enterradas en el suelo de la casa cubiertas de una especie de sustancia pestilente que le revolvió el estómago. Pensando que sería alguna pócina de los moros para embrujar la casa, pensó en verter el contenido en la acequia y después de romper las vasijas para que no quedara rastro de ellas. Y así fue como, entrada la noche y con gran esfuerzo arrastró las orzas hasta el filo de la acequia y con un pañuelo en la nariz de vertió el contenido en el agua girando la cabeza para no oler el nauseabundo contenido.


A la mañana siguiente, cuando regresó a la obra de su casa, pudo ver el revuelo que se había formado en la acequia, pues casi todo el pueblo estaba afanado en recoger un polvo amarillo del fondo del canal. Al acercarse sus ojos no podían dar crédito a lo que estaba viendo, ¡toda la acequia estaba cubierta de una fina capa de oro en polvo que partía desde donde él había vaciado las orzas! Se maldigo mil veces por no haber mirado bien el contenido de las orzas y pensando que debía de haber más escondidas en la casa, destruyó toda la obra nueva y la vieja buscando el oro. Cuando terminó se encontró sin oro, ni dinero… ni casa. Y como dijo el gran filósofo: “El codicioso siempre encuentra la horma de su avaricia en la decisión de sus actos”. 



NITO