miércoles, 26 de octubre de 2011

EL VELATORIO

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¡Juani. Las siete y media! ¡Levántate!
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Es otoño, debe ser porque, aparentemente, todo va muriéndose... El caso es que, una vez más, ha llegado Noviembre, parece como si el ciclo vital se fuese cerrando. A mí me da la impresión de que, alguien, desde lo alto de un campanario golpea con el badajo de la campana mi memoria. Otra vez... aquí está. Leo en el periódico eso de “Haloween” y ya es suficiente, la campana vuelve a sonar. Aún se me pone la carne de gallina... y todo a pesar de que esa palabreja me resulte antipática. No termino de entender cómo tradiciones de otros países recalan en el nuestro de esta forma tan facilona, y más todavía, ver cómo lo/as padres/madres compran a sus hijos de cuatro/cinco años trajes de esqueleto-calavera con tejido fosforito (que resalte bien en la oscuridad) en el Hipercor, no vaya a tener el niño un trauma en su cole por no ir adecuadamente vestido para día tan señalado. Pero, en fin, sirve para recordarme (in-adecuadamente) que estamos en el mes de los difuntos.
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Un día de Noviembre de 1.958...
La calle estaba mojada. Había llovido casi toda la noche y las ocho menos cuarto era noche cerrada (todavía no se había inventado el adelanto/atraso de la hora del reloj). Luz lúgubre de aquellas bombillas tristes de los faroles de esa Granada que no despertaba nunca. Yo sí. Mi padre me llamaba todas las mañanas, (¡Juani, las siete y media...!) bajaba las escaleras de tres en tres y cruzaba la calle Santa Paula como una centella penetrando en el convento del mismo nombre del que era monaguillo y personaje con la responsabilidad, nada más y nada menos, que de preparar y disponer todo para las ocho en punto en que las monjas tras la celosía del fondo de la iglesia se predisponían para oír la misa diaria que D. Francisco, el cura, celebraba.
-Ave María Purísima. ¡Bueno días madre!
-Buenos días Juanito. Toma la llave.
El torno giraba con un chirrido nada alegre, como si fuera el chillido de un gato al que despellejasen, y yo cogía la llave que era un autentico tempano de hielo.
¿Miedo a la oscuridad? -Sí, ¿A los muertos? -más., ¿A los fantasmas? -también. Pero allí estaba yo con mis ocho años abriendo puertas y luces a las tinieblas más imponentes e impenetrables del mundo. El silencio era sepulcral y sabía además que Noviembre era el mes de los muertos... me lo dijo el cura.



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A mediados del pasado mes de Septiembre murió un primo de un buen amigo. El Cementerio de San José está ahora muy bien dotado y estructurado para la normal despedida de los seres queridos, pero...todo tiene su “pero” en esta vida, en la anterior y en la que vendrá. Ahora a las doce de las noche, todo lo más a la una de la madrugada el personal asistente va desapareciendo, quedando solo el finado (que casi nunca puede irse) y los familiares más cercanos, llegando éstos incluso a cerrar el tanatorio con llave hasta la mañana, que vuelven ya descansados del ajetreo que conlleva un sepelio.
No obstante, durante el tiempo que estuve en el cementerio tuve tiempo suficiente para recordar <<Mi primer velatorio>>. La ocasión fue propicia y ocurrió como consecuencia del propio saludo a mi llegada al grupo de conocidos. ¿Qué tal?, ¿Cómo va la cosa...?, recibiendo por contestación de uno de ellos, con voz débil y las manos en los bolsillos: “Aquí, aburríos”.
Aquel inicio de conversación fue como otra campanada llamando a la puerta del intelecto, sustrayendo mi atención. Contesté inmediatamente: -¡Escuchadme! Voy a contaros lo que es un verdadero velatorio. De los que hoy, por desgracia, ya no se ven.
Los interlocutores, algo perplejos, mostraron una mueca de asentimiento (de toda forma no había otra cosa mejor que hacer...) y se dispusieron a escuchar:
<<Transcurría el verano de 1.958. Tenía yo...eso es, ocho años recién cumplidos. Era un niño como casi todos los niños, travieso, inquieto y no me gustaba el colegio. Mi mundo lo constituía la placeta donde nos podíamos juntar todas las tardes a jugar entre 25/30 niños/niñas y el convento de Santa Paula del que era personaje principal ya que era el que lo abría y lo cerraba. -¡Ah! Mi sueldo era de cuatro pesetas al mes.
En el primer piso de mi casa vivía Doña Dolores, señora de edad avanzada y que se encontraba sola pues había tenido solamente una hermana que murió ya hacía años. A Doña Dolores en el barrio todo el mundo le llamaba “La Tita Lola”. Delgada, alta, cabellos blancos recogidos en óptimo roete que combinaban perfectamente con su toquilla de color gris, lo que infundía en ella un aire de persona sabia y buena. Le gustaban mucho los niños y nosotros nos pasábamos largos ratos con ella atentos a las historias que contaba de aquella forma tan personal. Como agradecida por la compañía nos daba caramelos y regaliz que guardaba en el cajón de aquel imponente repostero color caoba. Otras tardes, cuando había comprado la hogaza de pan, nos la repartía con aceite y azúcar. No puedo olvidar para describirla, el arte que atesoraba haciendo “croché” con el que pasó la mayor parte de su solitaria vida; ni sus manos de largos dedos que sufrían cada invierno el azote de los sabañones y que con tanta paciencia resistía.
Pues bien, La Tita Lola que solía subir a mi casa (2º piso) a cascar con mi abuela mientras trabajaban el “croché” (perdón por lo de cascar, porque mi abuela padecía sordera total) no subió en dos días, lo que alarmó a mi familia y al resto del vecindario. Llamaron y llamaron a su puerta y nadie respondió. Escolástico, el lechero que traía la leche de Alfacar en una yegua un día sí y otro no, trató en vano abrir la puerta, lo que llevó al unánime acuerdo de llamar a la policía armada, que se presentó al rato con el cerrajero de rigor y éste abrió la puerta. Allí estaba La Tita Lola en su cama, muerta. Los chaveas nos colamos como pudimos entre los mayores y la pareja de guardias nos echó rápidamente.
Después todo pasó sin pérdida de tiempo alguno. La amortajaron, vinieron los “tíos” de la Funeraria Nuestra Señora de la Soledad y la subieron a mi casa. No sabía por qué, quizás por la amistad que le unía con mi abuela, el caso es que mis padres decidieron encargarse de todo.
La pusieron, como se pone a todo el mundo en este trance: En medio de la habitación de la entrada. La caja era de color nogal y tenía como un acolchado cubierto con una sábana blanca que denotaba comodidad. Aquello lo vi bien pues quería que estuviera lo más cómoda posible. Terminaba la decoración, cuatro candelabros y una mesita pequeña con una libreta grande donde la gente escribía cosas.
Aquella noche fue la primera vez en mi vida que yo toqué a un ser sin vida. Tuve miedo, pero fue más intensa la sensación de saber que se terminaba algo muy entrañable para mí.
A los niños pronto nos dieron de cenar para quitarnos del follón que crecía por momentos, pero yo... quise quedarme y resistir hasta que mis ocho años lo permitieran, sin hacerme notar hasta bien entrada la madrugada que mi padre me descubrió detrás del sillón de mi abuela, con los ojos ya enrojecidos por el sueño.
Aquello sí que fue un velatorio. La conversación de los mayores era amena, divertida y variada. Cada uno contaba algún caso ocurrido o que había escuchado por la radio. Lo hacían con tanta gracia que el siguiente no tenía más remedio que exagerar el suyo. Comentaron con sorna cómo Amalia, una solterona muy gorda que vivía en el numero 27, trataba de aprender a tocar la bandurria y no podía porque las tetas eran tan enormes que no llegaba con los brazos a aplicar la púa a las cuerdas de aquel instrumento.
Sebastián, vecino del entresuelo, contó seguidamente un chiste: Resulta que había fallecido un hombre, al parecer, juerguista por naturaleza, y cuando estaban velándolo llegaron los sepultureros y la esposa se puso a gritar: ¡no se lo lleven, por favor, no se lo lleven!- Señora tranquila, hemos venido para enterrar el muerto.
¡No, por favor, no se lo lleven!, gritaba más fuerte la mujer.
Pero señora, ha llegado la hora de llevarnos al muerto. ¡No se lo lleven, no se lo lleven!, seguía gritando.
Los sepultureros, ya cansados dijeron: bueno señora, ¿porqué no deja que nos llevemos al muerto?
Y ella respondió: -¡Es que... es la primera vez que duerme en la casa!
Entonces intervino mi “tío” Emilio, casi sin dar tiempo a que terminara el anterior, cogió un embudo de la cocina para dar un sonido radiofónico mas real y seguidamente contó con todo detalle el gol de Zara en los mundiales de Brasil de 1.950 en el estadio Maracaná. Partido que enfrentaba a España con Inglaterra:
...Tiene en este momento la pelota Gabri Alonso que regatea a Ramsey, avanza con ella, sigue avanzando, sortea a Dickinson y con pase largo llega el balón a Gainza... Gainza de cabeza centra, el esférico llega a Zarra y éste chuta y gol, goool, gooooool. Señoras y señores, Zarra acaba de marcar para España un gol maravilloso. En jugada de plena profundidad y rapidez iniciada en el defensa Alonso que ha sabido aguantar los dedos en el ojo del medio centro inglés Wrigh y el agarrón en los güevos del interior Mattheus, cosa que el Sr. Juez de la contienda, Sr. Galeoti de Italia, no ha querido o sabido ver. Pero bueno todo ha salido perfecto con este golazo de Zarra que el cancerbero Wiliams no ha podido atajar. -(Sentenciaba):  A los tres minutos de juego de la segunda parte España 1, Inglaterra 0.
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Era el momento de ir a la Gran Vía y comprar helado. No tardaron en volver pues fueron a “Los Valencianos” que estaban ubicados en la esquina izquierda de edificio del cine Olimpia. Una olla entera de helado de turrón ¡qué suspiros!, ¡Está como si fuera de “los Italianos!, ¡Este está más bueno...!. Cómo pude resistir, aun me lo pregunto.
El helado abrió el apetito a todo el mundo y mi madre preocupada sin saber qué hacer (en aquellos años la vida era bastante precaria para casi todo el mundo) no se lo pensó dos veces y como buena albaicinera (no tiraba nada), sacó del cajón del repostero unos “mantecaos” de la pasada navidad que de manera inconcebible, no le salieron buenos pues se pegaban en las encías. Estaban duros y algo rancios, pero no quedó ni uno.
La Tita Lola seguía allí,”en pleno óbito, inmóvil, como si estuviera muerta..., que lo estaba, pero no saltó de la caja por esas cosas de la vida o de la muerte que no están bien por “el qué dirán”, aunque yo creo, a tenor de lo que sigue, que debió estar a punto de “gritar” un “¡me cago en tooo...!”. Yo le habría aplaudido si hubiese ocurrido así y hubiese apostillado su grito con un “yo tambieeeen”.
Sabían mis padres que en su juventud Doña Dolores había sido madrina de la hija de una pariente suya. Había hablado alguna vez de su ahijada, pero lo que no se podía imaginar nadie fue que aquella noche se presentara en mi casa a esas horas. Como es normal se cortó de inmediato la tan animada tertulia. Casi sin respiro pasó a leer en un papel y enumerar los bienes (nadie supo cómo los conocía) que su madrina le dejaba en herencia. Se formó lo más grande. Mi corazón se movía ahora con otros “meneos”. Mi tía le echó en cara que nunca se había interesado por ella. La discusión siguió creciendo y temí lo peor pues aquella señora los tenía bien puestos (a mí me pareció que tenía hasta bigote). Los nubarrones de la discordia se habían instalado en aquella habitación, pero ahí estaba Florencio, el vecino del 2º izquierda con sus grandes bigotes blancos que, con voz profunda, propuso un trato... Todos, a regañadientes, le escucharon mientras él desmenuzaba un “mantecao” y lo iba introduciendo en la boca de su viejo gato de la “M” (nunca he sabido porqué se llaman así, pues en principio creí que era por el color: “Gato de Mierda”) que posaba acostado en su hombro como siempre.
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Por fin llegaron a un acuerdo y se repartieron hasta la escobilla del retrete. Eso sí, la ahijada se llevó todo lo que existía de valor. Escuché que la muy zorra se llevó las sabanas de hilo de la “Viuda de Tolrá” que había comprado a un viajante catalán. Mis padres se conformaron con un crucifijo de madera y un molinillo de café.
Como hubo consenso, la cosa se animó de nuevo y sacaron una botella de anís del mono que debía tener por lo menos siete navidades a juzgar por la etiqueta que no dejaba ver ni la cabeza ni los brazos del legendario primate. Luego hicieron tila pues hubo, como unos tres minutos de llanto, y al final café de pucherillo.
De pronto, cuando todo parecía estar en calma, mi padre cayó en la cuenta ¿Y la esquela? -vamos, rápido, quizás nos dé tiempo.
El periódico Ideal estaba muy cerca de mi casa, en la calle Compás de San Jerónimo, haciendo esquina con Gran Capitán. Entonces permanecía abierta una oficina por la noche, haciendo guardia, para las notas mortuorias.
-De acuerdo, vamos, pero eso debe costar unos cuartos. Alguien respondió “si es pequeña me parece que puede salir por unos veinte duros”.
-Bueno, pero tendremos que hacer hincapié en que “no se van a repartir esquelas”. Ya es demasiado tarde. (Estas esquelas se repartían a los allegados después del entierro y en ellas figuraba una foto del finado con la fecha de nacimiento y muerte, además de una oración para ser rezada por el alma del muerto. En realidad parecían recordatorios de primera comunión a no ser por el color que mostraba el ribete negro).
Dicho y hecho, la nota mortuoria salió en el periódico pero con su reseña “no se reparten esquelas”.
esquela de mujer
Y yo... sentí más que nunca no ser mayor como ellos para estar metido en aquel maravilloso trance final (quiero decir berenjenal).
Desde que mi padre me sacó de detrás del sillón de mi abuela hasta que volví a oír “¡Juani. Las siete y media. Levántate...! habían pasado unas tres horas. Creí que no podía ser verdad pero, como todos los días, fui una centella para ir y para volver del Convento de Santa Paula. En mi casa mi madre ya tenía preparado el desayuno. Tazón de leche y un trozo de bollo casero con aceite. Escuché a mi padre decir: tenemos que darnos prisa el coche fúnebre vendrá a las diez y la enterraran a las once. El hoyo debe estar ya abierto... Yo quedé en silencio mirando al bollo, pensando en que ya se la llevaban para siempre y comprendí por vez primera en mi vida eso de... “El muerto al hoyo y el vivo al bollo"
Miré el reloj, eran las dos menos cuarto. Uno de mis oyentes me dijo: -”T'has pasao, tío”. -Anda vamos a ver si está abierto el Café Fútbol y tomamos algo. Eché un vistazo a mi alrededor y pensé que era buena idea.
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El cementerio de San José está bien, como decía al principio, pero es... demasiado serio. Le falta algo. En “Los Asperones”, (así se llama el cementerio de Málaga) hay otra cosa. Quizás más mundana. Por ejemplo, existe un comercio dentro del recinto; así, puedes visitar la “boutique del finado”, con gran variedad de lápidas y flores de todos los colores y materias y también ánforas y recipientes de todas las formas y dibujos para la ceniza de aquellos que deciden el crematorio como último trance mundano para el traslado del alma hasta el más allá, un estanco (los que van a velar fuman como carreteros), creo que dos funerarias con cajas confeccionadas en diversas clases de madera, desde chopo hasta caoba y palo santo que valen un pastón y un Café-Bar (Ad hoc) //¡Qué bárbaro, aún me acuerdo del latín!//. Si, allí observé que tenían en la cafetería huesos de santo, brazos de gitano, orejones y en el bar callos, riñones al jerez o asadura de hígado. También había criadillas, pero no supe de qué eran. Para los niños tenían gusanitos de todos los calibres. En fin, lo normal en estos tiempos y en estos lugares. Bueno, en Granada, por contra el lugar tiene unas inmejorables vistas a Sierra Nevada y si no vas preparado en invierno puedes pedir que te hagan sitio... claro que bien pensado ¿para qué quieren las vistas los lugareños? -Eso digo yo... (Contestó el primer interlocutor).
Los demás se marcharon como habían venido, con esa cara de “malafollá” tan granaina, que no se sabe si ríen o penan o ambas cosas al mismo tiempo, pero a todos quedó claro el mensaje-discurso-cuento-embuste y, finalmente, mediando un hondo suspiro repitieron conmigo:

“LOS VELATORIOS YA NO SON COMO LOS DE ANTES”.

The end (que quiere decir: Sacabó en granaino)
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Juan Gómez. Noviembre 2011

P.S. - El Café Fútbol estaba abierto y de ese “algo” tomamos “bastante”. Amén.

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5 comentarios:

Manuel Espadafor Caba dijo...

Juan, todo eso es verídico y lo reflejas muy bien, y además de eso, la familia tenía que ir durante tiempo de negro riguroso, y pasado un tiempo, las chaquetas de los varones debían de llevar un buen brazalete negro en la manga, aparte de la corbata. También algunos epitafios de las lápidas podían ser curiosos, como el de un señor que no dio golpe en su vida y ponía: “Aquí sigue descansando fulanito de tal”

Antonio Montufo Gtuiérrez dijo...

La verdad Juan es que lo mismo disfruta uno cunado cuentas un chiste porque lo vives como en este artículo reflejas a la perfección aquellos velatorios de antaño tan diferentes a los de hogaño. Eramos niños y aquello de la muerte nos daba tanto miedo y a la vez misterio que si lo enmarcamos en los ejecicios espirituales con el miedo al infiernoal que nos enviarían si el óbito no te pillaba en Gracia de Diós.
Haces una descripción tan perfecta de la calle Santa Paula con los adoquines mojados y la tenue luz de la farolas que parece que lo estamos viviendo.
Me ha encantado leerlo. Un abrazo Antonio

Nito dijo...

Saludos murgueros desde Paris envueltos en el Halowin de los cohones y que todo lo envuelve.
Imposible meterse en escena con esta inmersion. Los amantes del Tenorio lo tenemos jodido. Animo, Juan: Nosotros a lo nuestro!

Carmen López dijo...

Amantes del Tenorio sí, Sr. nito, pero al igual que ahora nos la están metiendo doblá con el Halloween de los cojones, hemos estado más de cuarenta años soportando que en éstas fechas nos tragaramos EL Don Juan Tenorio de los huevos... Pero bueno, vamos a otro Don Juan y su Velatorio. Relato ""simpatico"" y tierno a la vez, desde la perspectiva de un niño, un poco todo exagerado, pero que en muchos casos y dependiendo de la edad y las circunstancias de la muerte del finado, real como la vida misma. Y nada... que la tita Lola nos siga esperando muchos años.

Pepe Pleguezuelos dijo...

Me suena, Juan, la mayor parte de la historia me suena mucho. Por desgracia durante mi niñez vivi varias experiencias como la tuya. Un velatorio de antes era otra cosa.Tenia un calorcillo rancio de familia, vecinos y amigos intimos...como en casa.De todas formas,antes y ahora, lo que sigue siendo igual es aquello de:"el muerto al hoyo y el vivo al bollo".